Estaba cayendo y en su trayecto vino a su recuerdo el cartel de una venta en la que se fijó durante una caravana de muchas horas en una carretera de un carril por sentido, agosto, situada en la salida de un pueblo costero gaditano pero colonizado ese mes por madrileños, en dirección a otro pueblo costero gaditano cosmopolitizado durante esas fechas y el cartel en cuestión era de la venta Don Pato pero el nombre no representaba la especialidad culinaria de la casa sino que según delataba el cartel correspondía al apodo del propietario, cuyo rostro de labio inferior grueso y hoyuelos desmesurados lucía a vista de carretera y se parecía incontrovertiblemente a un pato, igual que aquél compañero de colegio que debía estudiar un par de cursos por delante suya y apodado también ‘el pato’ y que tocaba la guitarra en aquél grupillo que se ataviaba uniformemente con pantalones de pitillo, tupés que ya se habían caído a la hora del recreo y que se hizo llamar Luna, como los Luna de Dean Warenham, sucesores noventeros de la fructífera aventura de Galaxie 500, esa banda que ella descubrió a través de Sergio, el primer chico a quien practicó una felación y que la abasteció de novelas beat y prosopopeya hipster en un semestre, lo que duró la relación, de paseos en moto grande y medias rotas, en el año de los juegos de Seúl, ahora que terminan los de China, cuando le dio por seguir de madrugada las competiciones de natación porque ella aún se esforzaba, de hecho era su último año, en las piscinas, con aquel entrenador que aún la sonrojaba en las broncas que infligía a cada despiste, a cada brazada técnicamente reprochable, a cada tiempo que no mejoraba el anterior, Paco, qué habrá sido de él y de su hija Asun, colega de entrenamientos y amiga de salidas y compañera de estudios, muy puesta en el maldito latín que tanto se le atragantó y sólo pudo aprobar en los exámenes de tercero de B.U.P., el último curso en el privado antes de encaminarse al instituto y cambiar de ambiente, profesores y penetrar en la enseñanza mixta, aunque bien que se mezclaron ella y sus compañeras en el viaje de aquél mismo tercer curso, a Tenerife, donde las cucarachas voladoras habitaban la baranda de piedra del paseo marítimo del Puerto de la Cruz, con sus piscinas saladas que le pusieron la piel morada como roja se puso ahí abajo tras el encuentro ebrio e insatisfactorio de la primera noche, qué rapidez, con un chico gallego que recorría su propio fin de curso adolescente y cuya cara evoca ahora, tantos años después, en un primer plano, en un flashback, con sus ojos brumosos y la risa que echaba por la gracia que le hacía el acento sureño de ella, sureño que allí en las islas era norteño, piensa ahora, como septentrionales son los canarios desde una perspectiva malgache, África, donde debió ir hace dos años a visitar a aquella inglesa que se moría y no era familia pero fue una tía adoptiva en la infancia, supliendo la falta de vehículo e iniciativa de su propia madre para llenarle los veranos de ocio y aventura, con excursiones a las que entonces eran playas vírgenes y acampadas nocturnas echando un toldo desde el Land Rover y acunándose en el sonido marino y un techo plenilunio y cenando en la única venta del camino, acaso la misma del pato, y con la divisa de sus primeros atardeceres, el sol ocultándose en el Atlántico, quizás los más bellos de la península, según acaban de votar en una web los turistas madrileños.
(Escrito por Sickofitall)
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