El ocio es una de las grandes conquistas del hombre, y quizá su mayor timbre de humanidad. Es seguramente la más importante consecución de la utopía capitalista que ha vencido limpiamente – por la fuerza de los hechos, es decir – en la batalla de los sistemas, y también un problema capital para los ciudadanos de la parte buena del mundo. Sólo unos pocos marginales, vagos y almas de poeta más o menos impostadas, son incapaces del trabajo. La colosal dificultad está en el tiempo libre: qué hacer, de qué hablar, adónde ir cuando se puede elegir.
Yasmina Reza anotaba la frase de Sarkozy en su estupendo El alba la tarde o la noche: "La inmovilidad es la muerte". Lo es para Sarko, que es un hiperactivo insaciable, pero también para la mayoría de los hombres. El ocio es a menudo la inmovilidad. La muerte es el tormento de la reflexión estéril y melancólica, la discusión gratuita y el aburrimiento.
La celebración entusiasta de las vacaciones es ya un ritual social, y hasta existen traumas para el regreso a la normalidad. Unos pocos valientes, entre ellos el presidente, se atreven a confesar su miedo a la liberación del trabajo. Cargan la cruz de la incomprensión y el oprobio, caen implacables sobre ellos miradas de piadoso desdén. Pero la honestidad mejora la calidad de vida, y buscando ocupaciones en el vacío se ahorran las penosas complicaciones de la inmovilidad.
Los viajes de placer tienden a considerarse una evasión de éxito garantizado. Pero fuera de la impresión inicial no asegura nada cambiar los bancos de la plaza por las las playas de Tailandia. Pla solía decir que él no había hecho un solo viaje que no fuera por trabajo. Porque cuando vamos a buscar se nos escapa todo. Lo normal es encontrar.
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