Más arriba, cuando remontábamos la Castellana y en pleno desfile de las tropas, dimos con un caso arquetípico de familia española de la derecha (no veo por qué privarme del guerracivilismo en tiempos de guerracivilismo oficial). Sobre un banco para divisar a los ejércitos en marcha un matrimonio que rondaría la setentena. A su lado, agarrando por los hombros al nieto de los de antes, el brazo religioso de la familia, una viejecita de aspecto monjil, que sujetaba una bandera de España con el mástil apoyado firmemente en el banco, de manera que parecía fijada en el suelo con oficial solemnidad.
Los coches oficiales abandonaban Colón a toda velocidad y nosotros caminamos hasta casa. Comimos, vagamos por internet – Paquita la del Barrio, Piérdeme el respeto, que citó Losantos en un artículo – y dormimos una larga siesta. Después P me llevó al sucedáneo de campo de golf del modélico parque que la Fundación del Canal de Isabel II ha construido en Madrid. Era mi primer contacto con el golf, y me pareció una actividad difícil, aburrida y que no llega a deporte. Al menos aquí le vi más de pretencioso acto social. Los precios eran más que asequibles: dos euros por veinte bolas en el campo de prácticas y doce euros el campo de golf. Por ello me parecieron ridículas las acusaciones de clasismo de algunas organizaciones vecinal-ecologistas a los de la Fundación, además de por ser ésta una entidad privada.
Me despedí de P y cogí el metro hasta el centro. Bajé en la estación de la Puerta del Sol y decidí subir por Montera. En mi nuevo barrio, por aquí por el kilómetro cero, es la única zona al aire libre que conozco donde se puede escuchar regularmente mi querido idioma rumano. Ese cuchicheo que a mí me parece – siempre que la vulgaridad del hablante no imponga la desagradable a con circunflejo invertido a las deliciosas eses y tés con rabito, sh y ts, seguidas o no de íes – elegante y vivaz lo hacen aquí unas muchachas por lo general jóvenes y guapas, de una aparente energía y naturalidad que no siempre dejan ver el imaginado y más que probable drama de sus míseras existencias.
Hoy, que es trece, me he levantado pronto, despertado por la música colombiana de los vecinos de arriba de ese país. He bajado a comprar algunas cosas, y mientras paseaba meditaba vagamente sobre tremendas cuestiones políticas y vitales, el atractivo del mal, el encanto romántico de lo decadente y viciado, la atracción de salvajismos exóticos, cuestiones todas a las que tan proclive. En un quiosco cercano al Congreso de los Diputados he comprado El País – es sábado pero ya había leído a Espada en el internet – y me he sentado a leerlo en una cafetería. Dentro, en el Babelia, he visto una reseña del último libro del filósofo JJ Sebreli, que ha deshecho el nudo que me provocaban estos pensamientos mañaneros y me ha revelado lo irresistible de la razón, los valores ilustrados y la luz cuando se afirman con determinación, frescura y optimismo.
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