Porque lo que en realidad piden los organizadores de la marcha, la medida concreta que demandan, es una retirada inmediata de las tropas americanas. Pensar que esto equivale a que “pare la guerra” me parece un error: no conozco un solo indicio claro que lleve a pensar que un repliegue americano supondría el fin de la espiral de violencia sectaria en la que Irak está sumido, que es “guerra” que hoy están sufriendo los iraquíes. Evidentemente, una retirada supondría un fracaso de la administración Bush, un fracaso probablemente merecido por las malas artes con las que se llevó adelante la invasión de Irak y en cierto modo apetecible para los que nos opusimos a la guerra pero ¿qué precio habría que pagar a cambio? ¿Dejar a los iraquíes abandonados a su suerte en medio de una cruenta guerra étnica? Me parece un precio desorbitado. Si una mejora en las condiciones de vida de los iraquíes pasa por que el campechano estadista salve un poco (¡o mucho!) la cara en este asunto, bienvenido sea. Porque lo importante ahora es intentar frenar la sangría de Irak y, nos guste o no, parece que las tropas americanas son quienes más posibilidades tienen de controlar la situación (si bien urge un cambio de estrategia y algo más de control sobre ciertos elementos). Pese a estas discrepancias, los reporteros amateurs no nos echamos para atrás cuando de perseguir ideas para un texto para el NJ se trata, de modo que acepto unirme a la manifestación. Además, pienso, un toque de escepticismo no hará daño al relato.
La concentración comienza una soleada mañana de septiembre en la plaza Lafayette, que linda con los jardines de la Casa Blanca. La variedad ideológica de los participantes no tiene nada que envidiar a la de las de las manifestaciones izquierdistas patrias: hay comunistas (de trotskistas a marxistas-leninistas), anarquistas y feministas). Hay, claro está, alguna especie autóctona, como los libertarios, tradicionalmente cercanos a los republicanos y defensores a ultranza de la mínima intervención estatal posible, tanto en suelo patrio como en suelo extranjero (lo cual explica perfectamente su presencia en la manifestación). Aunque la mayoría de los presentes parece gente poco ideologizada, ciudadanos blancos de clase media con cara de buenas intenciones. Gente sonriente. Por otro lado, resulta chocante que haya tan pocos negros entre los manifestantes, y más cuando la manifestación pretende también ser contra el racismo (y en concreto “contra las guerras racistas”: para qué extenderse). Además, el 60% de los habitantes de Washington son negros, y está muy candente el asunto de los seis de Jena, una muestra de que algo sigue oliendo mal en el Sur. Probablemente es un síntoma de la apatía con la que una buena parte de la población negra sigue la política de su país.
La llegada de los “veteranos contra la guerra” (sí, ya los hay) marca el inicio de la marcha, que ha de terminar en el Capitolio. Washington es una ciudad ideal para una manifestación. Por un lado, como ya les conté, la ciudad es el centro patriótico de EEUU y las palabras que se pronuncian aquí resuenan en todo el país (como aún resuenan los ecos del “I have a dream”). Además, posee una gran ventaja práctica: el centro de la ciudad está ocupado por edificios administrativos y por las sedes de las más diversas instituciones nacionales e internacionales, por lo que una manifestación un sábado por la mañana apenas altera la vida de los pocos ciudadanos que acuden al desértico “downtown”. Así pues, la marcha transcurre tranquilamente bajo la mirada de unos cuantos curiosos por las amplias calles de la ciudad cuando, acercándonos al Capitolio, ocurre algo sorprendente.
A la altura de la National Gallery of Art, tras unas vallas, un grupo de personas, algunas de las cuales guardan cierto parecido con el personaje de John Goodman en “El Gran Lebowski”, nos esperan. Son contramanifestantes. “Amigos de Bin Laden” e “idos a hablar de paz a Teherán” son algunas de las perlas que nos dedican a nuestro paso. Como ven, hilan tan fino como los pacifistas a los que acompaño. Pero lo sorprendente no es la presencia de contramanifestantes cómodamente dispuestos a lo largo del recorrido y escasamente controlados por la policía, sino lo que ocurre a continuación: la manifestación prosigue sin alterarse demasiado y la interacción entre los “pro-” y los “anti-war” no pasa de ser un intercambio de consignas bastante deportivo. Imagínense una situación similar en una manifestación española sobre algún tema tan candente: temo que habría presenciado escenas bien distintas. Con esto creo haber visto suficiente y me alejo de la manifestación, que se dirige hacia una poco apetecible sentada frente al Capitolio.
Tras un paseo por la ciudad, tomo asiento en un banco cercano al Mall para ver cómo el sol cae cerca del gigantesco obelisco del Washington Memorial. Me parece un buen epílogo para el día. El crepúsculo de la administración Bush también se acerca, y es poco probable que haya cambios significativos en su política con respecto a Irak hasta entonces. Después, la administración que tome el relevo difícilmente se plegará a los deseos de los “pro” o de los “anti- war”: no tendrá más remedio que buscar una vía de consenso entre ambas posturas, que con un poco de suerte servirá para cancelar algunos de los errores de sus planteamientos. Quiero pensar que las muestras de tolerancia mutua de las que he sido testigo dejan lugar para el optimismo. Aunque sea para poder dejarlo escrito al final de mi crónica.
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