6.
Me vi con el MIR aprobado y tres meses por delante hasta que eligiera plaza y empezase a trabajar. Tenía algun dinerillo en el bolsillo y un Madrid efervescente a mi disposición. E., el primo D. y yo decidimos quemar la noche. Nuestros locales favoritos eran el Carolina, el Rock-Ola, Pachá y el Palm Beach. Hicimos una buena colección de disparates. Conocíamos a un diseñador de la época llamado Antonio Molina, que falleció tempranamente en aquella epidemia que diezmó una generación. Había decorado Pachá y allí siempre teníamos una mesa con excelente servicio de copas y otros estimulantes. Nos quedábamos allí hasta las cuatro de la mañana en que se cerraba y el problema era siempre dónde ir entonces. Una noche de mal recuerdo, decidí invitar a todos los que allí quedábamos, unas cincuentena de personas, a continuar la fiesta en nuestra casa. Había que subir toda la Castellana para llegar hasta allí, varios gamberros nos desplazamos en moto, entre ellos mi amigo M.B., el mismo en cuya casa organizamos la fiesta de las luces rojas. Unos años antes nos había hecho sufrir mucho, cuando compartimos su aflicción por el asesinato de su hermano en la matanza de abogados laboralistas en Atocha. Esa noche nos dio un nuevo disgusto, a lomos de una Guzzi 750, a la altura del antiguo edificio de ABC se fue al suelo junto a la niña que llevaba detrás, ambos sin casco, por supuesto. Ella quedó en coma y la trasladamos al Hospital Ramón y Cajal, único lugar de Madrid en que yo sabía que tenían un scanner cerebral disponible. Aquella criatura se recuperó finalmente, pero la noche se torció. A las nueve de la mañana regresé a casa, después de todas aquellas gestiones hospitalarias. Me encontré a E. desolada, nuestros invitados, desconocidos muchos de ellos, habían correspondido a sus anfitriones desvalijándonos la casa. Tampoco había mucho, algunas modestas joyas de E. y mis LPs de coleccionista.
En aquel tiempo la droga circulaba por la ciudad, haciendo y deshaciendo vidas. La desaparecida discoteca Palm Beach, situada cerca de la Estación de Chamartín, era centro neurálgico. Su dueño, JR, una víctima mas de la epidemia, era sobre todo un reputado dealer. Como en Pachá, teníamos garantizada la libre circulación. Allí conocimos a unos entonces desconocidos hermanos Cano, que nos aseguraron que triunfarían en la música. Allí actuaron Spandau Ballet, que ya eran conocidos entonces, y que cobraron parte del caché en especias. Pero lo mejor eran las fiestas en casa de JR una vez que cerraba la disco. Allí había dos cosas que yo nunca había visto: varias televisiones emitiendo videos musicales, y sobre todo unas bandejas con heroína para que nos sirviéramos a nuestro gusto. Mucha gente vi pasar por allí, casi todos perdiendo los papeles, por lo que solo hablaré de uno que mantenía la compostura, un jovencísimo Rafa Abitbol, ya con barba y traje oscuro. E., directamente, obviaba estos fines de fiesta y yo, prudente pero tentado por aquel material, esnifaba unas buenas rayas. No caí en el error de pincharme, pero muchos de mis amigos mas cercanos sí, por lo que sufrieron todos ellos una hepatitis de caballo, nunca mejor dicho, cierto que tuvieron la suerte de evitar males mayores.
Pasaron aquellas turbulentas semanas y por fin elegí plaza y me incorporé a mi nuevo trabajo como Residente en el Hospital La Paz de Madrid. Me había decidido por una nueva especialidad, Farmacología Clínica, cuyo periodo de formación incluía dos etapas diferenciadas aunque concomitantes en el tiempo: Medicina Interna en el Hospital e investigación básica en el casi contiguo Departamento de Farmacología de la Facultad de Medicina Autónoma. El sueldo era de 35.000 pesetas, por lo que me vi obligado a realizar varias actividades paralelas, en un intento de llegar a las 100.000 que venía ganando hasta entonces. Hice bastantes guardias en Medicina Interna, por las que vi pasar a muchos de mis amigos, todos ellos aquejados de problemas derivados de la droga. Me puse a dar clases en la Escuela de Enfermeras de La Paz y en en una extraña Escuela de Enfermeras privada llamada Salus Infirmorum. Como tenía bastante facilidad para hablar en público, el catedrático de Farmacología me propuso, bajo la vaga promesa de darme una plaza de profesor Ayudante, que diera clase de Farmacología a los estudiantes de tercero de Medicina. Aquello fue mi perdición.
Vivía muy cerca de la Facultad y del Hospital, por lo que me dedicaba a tiempo completo a mi formación, la cual compatibilizaba venturosamente con la diversión sin moverme de aquellos lugares. Un día, al entrar a dar clase, observé como alguien había puesto un cartel que me estremeció: "A Barbarita la aprueban porque está jamona". Mi Barbarita había hecho el primer parcial bastante regular, pero yo, generoso, la había aprobado. Era evidente que se habían enterado, no sabía como, pero en vez de abuchearme me convertí en el mas popular de los profesores, al que todos los alumnos venían a contar sus cuitas. Téngase en cuenta que cuando empecé a dar clase tendría 26 años y mis alumnos 21-22, por lo que nuestra relación de amistad era fisiológica. Pero aquel asunto llegó a los oidos del catedrático, Don Pedro Sánchez, que me llamó a su despacho. Revisamos juntos el examen de Barbarita y le bajamos, mucho, la nota. Pero Don Pedro no estaba cabreado conmigo, se lo tomaba a risa. Me dijo paternalmente: "No vuelvas a hacer esto, aunque entiendo que lo hayas hecho, no estoy ciego". La verdad es que Barbarita estaba jamona realmente.
Mi amistad con los estudiantes, tanto de Medicina como de Enfermería, fue muy grande. No solo me preocupaba de sus notas de Farmacología, sino que intercedía por ellos en otras asignaturas cuyos profesores yo conocía del Hospital. Recuerdo dos casos con especial cariño. El de M., un estudiante que arrastraba la Farmacología y que vino a pedirme amparo. No le dejé hablar y le pregunté exactamente qué quería. "Aprobar de una puta vez", me dijo suplicante. "Hecho", le aseguré, no sé por qué, pues contravenía la promesa que la había hecho a Don Pedro. Poco menos que se me echó a llorar de agradecimiento. Unos días después falleció en un accidente de moto. El otro era el de Luís Serratosa, hoy brillante médico del Real Madrid, pero entonces mediocre estudiante (siempre teniendo en cuenta el altísimo nivel de exigencia de la Autónoma, el mas alto de España entonces). Me pidió que intercediera con el cátedro de Medicina Interna, Juan José Vázquez, que pese a ser yo un vulgar residente me tenía en cierta estima. Aproveché una guardia para hablarle de mi recomendado, por algún motivo les hacía gracia mi estrafalario papel. A pesar de ello, se negó a aprobarle. "Tiene grandes lagunas de conocimiento", me advirtió. Aquella frase hizo fortuna.
Aquellos años fueron los mejores de mi vida y nunca volverán a repetirse. Estaba feliz por lo mucho que aprendía, por ganarme la vida decentemente, pero sobre todo, por qué ocultarlo, por lo que ligaba. Hoy sé que aquello era inmaduro sentimiento, pero conocí a chicas maravillosas. Hubo tantas que su recuerdo se amontona. Recuerdo a G., reclutada en la Escuela de Enfermeras de La Paz, que había participado como ayudante de dirección en un corto que protagonizaba Tino Casal. Lo pasaban en el Alphaville y fuímos varias veces a verle. Cantaba en él aquella canción de "champú, peine y brillantina". Un día coincidí con Casal en un bar de copas y le hablé del corto. Pensó que quería ligar con él y pasé un mal rato. Pero quizás la que mas influyó en mi fue E.V., una estudiante de Medicina brillantísima, y que por tanto me evitaba problemas de conciencia. Aquella criatura me superaba, era demasiado lista y guapa para mi. Me dio muchas lecciones. La recuerdo en la Nochevieja del 83 en el Palace, que se celebró,curiosamente, a mediados de Diciembre. Actuaban Golpes Bajos y mi E. V. se fumaba un porro detrás de otro. Se enfrentó a unos tíos que la dijeron algo y cuando acudí a defenderla me dijo displicente: "Dito -así me llamaba- paassso de que me defiendas, me basto yo sola con estos macarras". Otra ocasión, muchos años después, ella ya trabajaba, me invitó a conocer su nueva casa. Me puse pesadito, en plan sobón y tal, hasta que ella me dijo muy seria: "Vale Dito, vamos a echar un polvo, pero la próxima vez vienes ya follado". La quería tanto que le regalé mi chupa de cuero, única porque en su espalda llevaba pintado en rojo chorreante HELL. Sé que es difícil de entender, pero E. y E.V. se hicieron grandes amigas y salían a tomar copas ellas dos solas. "Sin el pesado de Dito", decían. La perdí la pista, pero hace unas semanas la reconocí en un reportaje en televisión. Hablaba desde Kenia, donde trabajaba en Médicos sin Fronteras. Me sorprendió verla, pues tuvo que huir de aquel país hace algunos años, perseguida por un novio Sijh que allí tenía, que a mas de celoso era campeón de rallyes. Corría solo el de Kenia, pero quedaba siempre entre los diez primeros. Mereció la pena conocerla, mucho.
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