Jeremy es novelista. Desde muy joven quiso seguir la gloriosa tradición de los grandes narradores americanos: Poe, Melville, London, Faulkner, Steinbeck, Dos Passos, Mailer, tantos otros. Hace ya muchos años, sonríe ahora al calcular cuántos, consiguió publicar una novela, pero sin mucho éxito, por lo que pronto fue olvidado. Sin embargo no se ha rendido, y sigue trabajando con tesón en la que espera que sea su novela definitiva.
Sorprendentemente, su referencia intelectual y moral es Gepetto, el padre de Pinocho. Como él, Jeremy tiene el pelo de un blanco precoz y crespo, que se peina revuelto y con raya, y se ha dejado un mostacho espeso, blanco también como la nieve. Jeremy cree que, al igual que Gepetto, un novelista no es sino un constructor de juguetes, capaces, algunos, de llegar a vivir por sí mismos.
Los juguetes son cosa de niños, que juegan para divertirse pero a la vez aprenden. Jeremy piensa que en este sentido divertido del aprendizaje está la clave del lector de novelas. Pero ¿qué puede aprenderse allí? Pues mucho acerca del vivir, esa asignatura pendiente hasta el mismo momento en que te mueres. Y no se aprende en las novelas por las instrucciones que nos transmiten, sino por el palpitar que hay en ellas.
¿Quién lee novelas? Gente juguetona, imaginativa, capaz de entretenerse con y construir sueños sobre un montón de palabras escritas. Las novelas fueron en otros tiempos los juguetes típicos de los jóvenes, esos humanos que empiezan a desprenderse de su niñez cuando caen en la cuenta de que, en lo que les queda de vida, van a estar cada día un poco más solos frente a sí mismos. Todavía hay, afortunadamente, adultos que persisten en leerlas, como los hay que siguen jugando con muñecos. El mismo Jeremy lo hace; tiene un bolígrafo en su mesilla de noche con el que fantasea un ratito todas las noches, justo antes de dormirse. Tendido en la cama, lo mueve ante sus ojos y se le transmuta en muchas cosas; a veces es un bombardero pesado, un B52 flamígero, que arroja bombas en nombre de las víctimas; otras es un barco que navega hacia donde se terminan los océanos y el mundo, o es Batman, o Blancanieves, o el mismo Jeremy, haciendo justicia o corriendo aventuras.
Ve todos los días a mucha gente de Nueva York precipitándose en el estanque inmenso del realismo y el sentido común. Esa caída es como la cascada artificial que anima el inmenso hall ajardinado del centro comercial fantasmagórico en el que se desarrollan sus vidas. Para muchos ciudadanos, hacerse adultos es instalarse por fin en los convencionalismos, olvidarse de la capacidad de soñar mundos y vidas distintos. La gran ciudad necesita gente así para seguir funcionando. Esclavos, criados obedientes, no necesariamente de amos humanos, pues a menudo lo son simplemente de sus propias ambiciones. La gran ciudad necesita seriedad, precisión, garantías, orden. Y sin embargo, los largos viajes cotidianos de ida y vuelta en el metro entre Brooklyn y Manhattan le parecen a Jeremy siempre nuevos y apasionantes, algunas de las miradas con que se tropieza allí le permiten mantener vivas sus esperanzas de que seguirá habiendo gente suficientemente insensata como para leer novelas.
Piensa mucho en su Pinocho, a veces hasta sueña con él, ese novelón que llegará a terminar alguna vez y cobrará entonces vida propia, iniciando, libre ya de Jeremy Gepetto, su propia aventura extraordinaria por entre la gente y el tiempo. Con el empujón misterioso de un hada buena, hasta será capaz de ayudar a algunos de los que lo lean a estar un poco más alegres, o más lúcidos, que da lo mismo. En verdad, Jeremy está muy interesado en lo que hace. De hecho, aunque parezca absurdo, hasta llega a sentirse, algunos días, serenamente feliz.
Adenda: con este cuentecito me despido por una temporada del querido Nick Journal y de los amigos que dejo en él. Conviene cambiar de aires alguna que otra vez. Pero espero volver.
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