Consejo de sabios
Antonio Gamoneda
El verano es tiempo de sosiego y reflexión, y por ello en Magazine recuperamos esta sección de grandes entrevistas en la que irán apareciendo célebres personajes que han alcanzado su madurez profesional e intelectual.
Texto de Elena Pita. Fotografía de Chema Conesa
Recibió de golpe el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y, mismo año 2006, el Cervantes. Anda ahora el poeta (Oviedo, 1931) soportando el mundanal ruido de estas distinciones, descubriendo la rítmica de la inmovilidad porque ya no puede caminar largos paseos donde apuntaba versos y memorias.
Pide a los educadores que devuelvan a los niños la poesía, la abstracción, la capacidad sensible. Aferrado al existencialismo agnóstico, contempla en la vejez cierta conformidad con la muerte.
La poesía es un hecho físico, un impulso mensurable como la intensidad de los ronquidos que esta tarde bajan por la escalera desde la alcoba de don Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931). Es hora de siesta, pero María Ángeles, su esposa, se empeña en despertarlo para que no pase una noche más en vela, y ya sube a avisarlo. Desciende pues el poeta su escalera de madera, mancornado de cintura por el golpe que un furgón le propinó hace ya tres años, que le combó el hueso sacro sin solución.
Y con esta torcedura y su despacio le acompaño a despejar la hora al café de costumbre, unos metros más allá de la casa con castaño, sobre el empedrado que circunda la catedral de León: dos solos seguidos, dos cigarrillos del cupo y una curiosidad que no logra contener las preguntas.
Él es sus poemas. «Necesariamente. Toda mi poesía tiene una apoyatura existencial que quizá yo desconozco en el momento en el que el poema arranca, pero a través del pensamiento poético, de su lógica, su sintaxis y su semántica no discursivas ni reflexivas, llegas al conocimiento».
Dijo, cuando le reconocieron con el Premio Reina Sofía, anterior al Cervantes (2006), que, bueno, que él se emocionaba «en contadas ocasiones»; y claro, esto sorprende viniendo de un poeta de tanta emoción, tanta hondura. Ahora dice que en realidad esto no es del todo verdad, que debió tal vez decir que «no soy hombre que se sorprenda demasiado de las cosas que ocurren, buenas o malas sean, pero reservo una capacidad de emoción casi enfermiza en lo que concierne a los seres esencialmente necesarios para mi vida, y en lo que atañe a lo social, también: cuando es grave. No soy frío ni insensible», concluye, cerrando sus ojos, entrando en sí (como él diría), a ciegas.
Don Antonio Gamoneda escribió en 1992 un libro que consideró su testamento poético, terminal, Libro del frío: «Ocurre con todos los libros a partir de cierta edad». Tenía apenas 61 años. «Ese libro estaba anunciado por el anterior, donde sus versos finales decían: ‘Siéntate ya a contemplar la muerte’. El Libro del frío es una contemplación de la perspectiva mortal poco consoladora, aunque la poesía, no siendo una salvación de rango existencial, se parece, lo parece».
Un libro marcado por su sentido de la ética y su visión del mundo. Y esto para el poeta no es sino «la disposición personal hacia la cercanía de la muerte; uno se siente avanzar físicamente hacia la muerte, y en mi caso esa disposición ha entrado en una mayor serenidad. Alguna vez he dicho que la aparición de mi nieta Cecilia me reconcilió con la vida, y eso no es exactamente verdad, pero sentirme vivir en esa criatura es un fenómeno que sólo se puede experimentar en la vejez y que trae consigo no una reconciliación ni pacificación del temor a la muerte, pero sí una cierta conformidad con el hecho mortal».
Pese a su percepción terminal, el poeta sobrevive largo al Libro del frío. Ha recibido los mayores honores literarios y así se ve hoy, él, «provinciano vocacional», adverso siempre a promociones, lisonjas, capillas, grupos, así se ve impedido de escritura debido al trajín que conlleva ser el Cervantes del año. Seis meses lleva aparcado su cuaderno, seis meses lo aparcará aún. Pero ¿cómo sería su escritura hoy, de poder serlo?, ¿qué le gustaría escribir si tuviera el tiempo? «Elena», me dice, «no lo sé», pesaroso, rezongante.
«En la poesía no se escribe con programa ni proyecto: de lo desconocido se llega al conocimiento. Desconfío mucho de los poetas que escriben con un tema, una deliberación previa y hasta una organización esquemática de la pieza. Y no es que yo esté afiliado al surrealismo, ni al automatismo puro, que no existe; pero sí sé que no soy consciente de lo que sé, hasta que no me lo dicen mis propias palabras. Además el poema va a tener varios sentidos, porque el entendimiento del lector no va a ser idéntico al de su creador».
Dice, eso sí, que ahora escribe con más demora; tal vez sea la vejez plácida, o tal vez le atosigue, cuando retome el cuaderno, la pulsión airada del artista próximo al fin. «Yo no tengo una visión de cómo va a ser mi próxima escritura, aunque es posible que sea más pacífica. Pero en la poesía rige también como fuente la contradicción, entonces, de vez en cuando, aparecerá también el poeta iracundo». Caminaba, largo y tendido, por la senda de la Candamia, hasta siete kilómetros hacía, coronando la meseta para volver siguiendo sus pasos y entrar en la plaza catedralicia de León repitiendo rítmicos en su cabeza los versos que apuntaba, porque «la rítmica andariega del paseo es excitante para el pensamiento poético». Lo aprendió de su idolatrado Claudio Rodríguez, maestro, tan «obediente a la andadura».
Pero pasó lo que ya contamos, una furgoneta le golpeó y quedó maltrecho, y cómo apuntará ahora su métrica: «La rítmica es una noción musical que nos proporcionan nuestros neurotransmisores. Dado que es un hecho intelectual, dado que es palabra pensada y que el ritmo donde verdaderamente está es en la cabeza, estoy creando la rítmica en la inmovilidad». Sobrevivió al Libro del frío e inició unas memorias infantiles, Un armario lleno de sombra (título provisional), que terminan con 14 años, porque entonces fue hombre por necesidad. Es entonces, en su recuerdo, cuando escribe a las manos de la madre, que volverán una y otra vez con su tacto a rozar siempre la poesía de Gamoneda. A las cinco del día, en el invierno/ mi madre iba hasta el borde de mi cama/ y me llamaba por mi nombre/ y acariciaba mi rostro hasta despertarme (versos de la obra Blues castellano).
¿Adónde iba el niño Antonio? «A encender la caldera del Banco Mercantil; luego venía la recadería y a continuación la segunda jornada, la de meritorio, que no se sabía cuándo terminaba (12, 14 horas): aprender a ser un plumífero aceptable para llegar a un mejor porvenir, que luego sería igualmente duro». Se inicia otra etapa: «Ya no es el libro de mi infancia, que lleva una carga muy dura pero que está fundamentalmente construido con los recuerdos heredados de mi madre, y con mi condición privilegiada, entre muchas comillas, en tanto espectador de la guerra y la posguerra.
León fue uno de los lugares donde la represión militar durante la Guerra Civil fue más dura y duradera. Yo vivía en el único barrio obrero, a medio camino entre las vías de tren, adonde llegaban los presos, y el entonces penal de San Marcos. Veía los presos, veía hombres muertos en las cunetas, escuchaba los gritos de las mujeres en la noche cuando iban a sacar a los hombres de casa... y esto fue mi información desde los 5 años. Es de otra especie la que comienza a los 14».
Está en las memorias y estuvo en su discurso al recibir el mayor galardón de las letras hispanoamericanas, que dedicó a la pobreza de Cervantes, y a ese lenguaje «poética y semánticamente subversivo» de los que, como él, vienen de la pobreza. «Es subversivo no porque contenga programas revolucionarios, sino porque la carga semántica de sus palabras difiere mucho de la que tienen las palabras del poder, cuyo lenguaje es otro». También rescata el poeta el sentido revolucionario de la vergüenza, según Marx.
«Creo que desgraciadamente sucede cada vez menos, la democracia, así llamada a la ligera, puede ser (mal) interpretada de acuerdo con las conveniencias del poder, así tenemos la autoproclamada democracia de Castro en Cuba o el talante de Berlusconi. Y la democracia así interpretada ha hecho desaparecer las ideologías, ha debilitado la capacidad pensante de los ciudadanos, su mentalidad crítica. Incluso en la filosofía se defiende el pensamiento único y débil. Todo esto hace que seamos inertes ante la realidad, y cuanto más jóvenes más: las ideologías han sido sustituidas por el consumismo».
–A usted, que tanto le ha dado la cultura de la pobreza, le pregunto: ¿qué le diría a quienes educan o educamos a los hijos en la abundancia material?, ¿qué haría falta para rescatarlos?
–Lo único que arreglaría esto sería una enorme catástrofe; es terrible, porque no se puede desear una catástrofe. Pero ya estamos viviendo otra, lenta, dulcificada, progresiva, que nos convertirá en seres intelectualmente domesticados.
De la cultura de la pobreza rescató Gamoneda un único libro, en el que su madre le enseñó a leer con 5 años, un libro escrito por su padre, un libro de poemas. Y es aquí cuando el poeta toma nota de lo que no ha contado aún en sus memorias, apenas unas líneas, porque, le pregunto, qué fue del resto de lecturas que habrían alimentado la escritura de su padre, muerto cuando él apenas tenía 1 año, mudada la familia desde Oviedo a la tierra seca de León a causa del asma de la madre, año 34.
Leyó el niño Antonio, y sin remedio entró en él el lenguaje como poesía, ya no pudo ser sino poeta, 5 añitos. «Fue una circunstancia afortunada, aprendí los signos, fonemas, palabras, sílabas; y cuando llegaba a la línea, resulta que ésta tenía una conducta rítmica y una significación que no era la de la conversación normal. Pero como los niños no se extrañan de nada, en mi vida entraron simultáneamente la escritura y la poesía. Y así, aunque no escribiese aún, tenía la convicción de que iba a ser poeta». Fue por necesidad y también por suerte. Su madre, asmática, débil, vivió con él hasta su muerte. Cosía la madre, en una cadena mecanizada, haciendo vainica y punto de incrustación, «pero no estaban los tiempos para vainicas». De modo que el hijo quiso convertirse en absoluto benefactor: «Asumir plenamente la supervivencia, liberar a mi madre de su fatiga». La suerte fue que el padre del escritor Luis Mateo Díez ocupara, laisser-faire/laisser-passer, un alto puesto en la Diputación Provincial: «Él se transparentaba como un liberal, y pedía que me dejaran en paz, porque yo funcionaba. Pero yo quería hacer una cultura progresista con el dinero de la dictadura.
Así que cuando él se marchó a Madrid para ser secretario general del Ayuntamiento, se me desposeyó de la condición de funcionario». Más tarde volvieron a llamarle al puesto (director de servicios culturales), y él pudo exigir que le doblaran el sueldo. Nunca ha vivido el poeta de la escritura, «hay gente que vive con menos aún, pero yo tengo una pensión de jubilado». Volviendo al libro del padre, a la música y el lenguaje: a la poesía que no cura pero alivia, le he preguntado a Gamoneda si sería importante regenerar nuestra educación, acercándonos como él lo hizo al hecho poético, al respeto por el concepto primitivo de lo sagrado, al silencio. «Sería decisivo para los niños. El pensamiento poético es música en su origen. Alejamos a los niños de la poesía y del concepto primitivo a cambio de una especialización en fórmulas productivas. Les alejamos de las formas de conocimiento que suponen sensibilidad y abstracción a cambio de pensamiento utilitario».
–«Íbamos de la noche a las tabernas/ amarillas a olvidar el silencio». Alguien capaz de componer una figura tan honda, ¿cómo soporta hoy el estrépito exterior?
–El silencio es quizá la mayor ausencia que tengo que soportar en mi vida.
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