Hace unos días tuve una pesadilla. Se me representó mi mundo cercano tal y como sería hacia el año 2050. Vi a Europa sumida en una época de fragmentación, que le había llegado como compañera inseparable, aunque no inevitable, de una integración globalizadora. La Unión Europea era poco más que un reducto aduanero, tras cuyas fronteras se agrupaban pequeños estados, en un mapa no muy diferente a los del siglo XI. Había una sola lengua franca, el inglés, que lo era del mundo entero, junto a un sinfín de lenguas locales con mayor o menor raigambre. En el caso concreto de España, como en el de muchas otrora grandes naciones europeas, cada región había seguido un destino diferente, llevada por sus propias circunstancias y por las fuerzas del mercado, que más parecían vientos impredecibles. No pude ver bien las fronteras que separaban a estos nuevos enclaves unos de otros, pero me dio la impresión de que estaban marcadas, más que por rasgos geográficos, por privilegios de nacimiento. Había, junto a muchos ámbitos territoriales autónomos, gobernados cada uno por su particular casta despótica de funcionarios, algunas zonas libres, en el sentido de que vivían en un régimen ultraliberal, ese en el que tanto tienes tanto vales tanto ganas tanto puedes tanto eres, lo cual, pese a su aparente crudeza, y frente a la única alternativa del sinfín de sombrías oligarquías circundantes, las hacía enormemente atractivas. Madrid era una de estas zonas libres, puede que también Barcelona, quizá hasta Valencia, pero poco más dentro del territorio de lo que fue España.
El mundo de la lengua española tenía su centro de gravedad en América, donde era hablada por casi todos, además del inglés, con el que iba confluyendo de modo inquietante. La cultura, por su parte, había cambiado mucho. Libros como El Quijote, Los Hermanos Karamazov o La Metamorfosis eran por entonces criaturas tan extrañas como pueda serlo hoy el Código de Hammurabi. La mayoría de la gente, sencillamente los desconocía. Lo estrictamente cultural había ido evolucionando a lo largo de dos vectores. Por una parte, se había ido haciendo más y más virtual, tanto que el objeto de consumo más ansiado era una especie de traje de submarinista climatizado y rematado en una máscara monstruosa , dotado de transductores de toda clase de sensaciones a través de la piel y las terminaciones nerviosas, capaz incluso de poner en contacto el córtex cerebral con gigantescos ordenadores repartidos por todo el mundo; dentro de este traje podían vivirse a tope las más vertiginosas realidades virtuales. El otro vector era el contemplativo: la gente, casi siempre ayudada por drogas sintéticas, cada día más específicas y potentes, se recogía fácilmente en las profundidades de lo que entonces se estaba otra vez empezando a renombrar como el espíritu, sumergiéndose en aventuras tan fabulosas como incomunicables.
El conjunto de Europa, el Mediterráneo, Oriente Medio y Africa, estaba sufriendo transformaciones tremendas, impulsadas por el cambio climático, el agotamiento del petróleo y las nuevas perspectivas ideológicas. La resultante de todo esto era una violencia extrema, que por otra parte se había vuelto tan natural como para no llamar la atención. Era esta violencia el agente principal que había empujado hacia la fragmentación medievalizante de todos estos paisajes sociales. La ley dominante era la del más fuerte, que llevaba a los más a intentar sobrevivir convirtiéndose en el más desapercibido, es decir, a la mediocridad más espantosa. Había cambios continuos de alianzas, destrucciones y reconstrucciones casi simultáneas en todas partes, y por encima de todo ello, como consecuencia de ingentes movimientos migratorios, una mezcla de genomas intensa y radical, que mestizaba los paisajes humanos, sobre todo en las ciudades libres, desde las que iba permeando, sin que pudiera detenerse este flujo, a los cazurros hinterlands.
En cuanto a la gente, el humano de la calle, los nosotros y ellos, ¿eran felices? Pues no parecían serlo más ni menos de lo que lo seamos nosotros ahora. Gesticulaban y se expresaban de formas muy parecidas a las nuestras actuales. Daba la impresión de que se limitaban, como ahora o en los tiempos de Chindasvinto, a ir viviendo, y que lo más angustiosamente prohibido era, como siempre ha sido y será, el atreverse, no ya a proponer, sino ni siquiera a imaginar, que las cosas pudieran ser de otra manera. Pese a todo, esta gente seguía aferrándose tenazmente a sus vidas, considerando, en su mayoría, que valía la pena vivirlas, si bien es cierto que la tasa de suicidios había ido aumentando de modo regular, aunque todavía no escandaloso, a medida que pasaban los años. Los científicos estaban convencidos de que el impulso darwiniano arreglaría automáticamente estas debilidades, y los filósofos, que también seguía habiéndolos, pensaban que el ejercicio del derecho al suicidio era una expresión inviolable de la libertad humana. Los planetas seguían dándole la razón a Newton y Kepler, aunque algún asteroide travieso daba algún sustillo de vez en cuando. A Dios hacía tiempo que no se le veía, pero todavía había algunos locos que persistían en afirmar que se comunicaban con Él a diario.
El mundo de la lengua española tenía su centro de gravedad en América, donde era hablada por casi todos, además del inglés, con el que iba confluyendo de modo inquietante. La cultura, por su parte, había cambiado mucho. Libros como El Quijote, Los Hermanos Karamazov o La Metamorfosis eran por entonces criaturas tan extrañas como pueda serlo hoy el Código de Hammurabi. La mayoría de la gente, sencillamente los desconocía. Lo estrictamente cultural había ido evolucionando a lo largo de dos vectores. Por una parte, se había ido haciendo más y más virtual, tanto que el objeto de consumo más ansiado era una especie de traje de submarinista climatizado y rematado en una máscara monstruosa , dotado de transductores de toda clase de sensaciones a través de la piel y las terminaciones nerviosas, capaz incluso de poner en contacto el córtex cerebral con gigantescos ordenadores repartidos por todo el mundo; dentro de este traje podían vivirse a tope las más vertiginosas realidades virtuales. El otro vector era el contemplativo: la gente, casi siempre ayudada por drogas sintéticas, cada día más específicas y potentes, se recogía fácilmente en las profundidades de lo que entonces se estaba otra vez empezando a renombrar como el espíritu, sumergiéndose en aventuras tan fabulosas como incomunicables.
El conjunto de Europa, el Mediterráneo, Oriente Medio y Africa, estaba sufriendo transformaciones tremendas, impulsadas por el cambio climático, el agotamiento del petróleo y las nuevas perspectivas ideológicas. La resultante de todo esto era una violencia extrema, que por otra parte se había vuelto tan natural como para no llamar la atención. Era esta violencia el agente principal que había empujado hacia la fragmentación medievalizante de todos estos paisajes sociales. La ley dominante era la del más fuerte, que llevaba a los más a intentar sobrevivir convirtiéndose en el más desapercibido, es decir, a la mediocridad más espantosa. Había cambios continuos de alianzas, destrucciones y reconstrucciones casi simultáneas en todas partes, y por encima de todo ello, como consecuencia de ingentes movimientos migratorios, una mezcla de genomas intensa y radical, que mestizaba los paisajes humanos, sobre todo en las ciudades libres, desde las que iba permeando, sin que pudiera detenerse este flujo, a los cazurros hinterlands.
En cuanto a la gente, el humano de la calle, los nosotros y ellos, ¿eran felices? Pues no parecían serlo más ni menos de lo que lo seamos nosotros ahora. Gesticulaban y se expresaban de formas muy parecidas a las nuestras actuales. Daba la impresión de que se limitaban, como ahora o en los tiempos de Chindasvinto, a ir viviendo, y que lo más angustiosamente prohibido era, como siempre ha sido y será, el atreverse, no ya a proponer, sino ni siquiera a imaginar, que las cosas pudieran ser de otra manera. Pese a todo, esta gente seguía aferrándose tenazmente a sus vidas, considerando, en su mayoría, que valía la pena vivirlas, si bien es cierto que la tasa de suicidios había ido aumentando de modo regular, aunque todavía no escandaloso, a medida que pasaban los años. Los científicos estaban convencidos de que el impulso darwiniano arreglaría automáticamente estas debilidades, y los filósofos, que también seguía habiéndolos, pensaban que el ejercicio del derecho al suicidio era una expresión inviolable de la libertad humana. Los planetas seguían dándole la razón a Newton y Kepler, aunque algún asteroide travieso daba algún sustillo de vez en cuando. A Dios hacía tiempo que no se le veía, pero todavía había algunos locos que persistían en afirmar que se comunicaban con Él a diario.
(Escrito por Olo)
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