Claro que este de Carlos Martínez Gorriarán, no es manco tampoco.
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La promoción de lo peor
CARLOS MARTINEZ GORRIARAN
No es muy corriente que un Fiscal General se dedique a proporcionar coartadas y lemas electorales a la rama política ilegalizada de una banda terrorista en activo, deslegitimando de paso las leyes del Estado que ha jurado defender y arruinando años de trabajo y resistencia de miles de ciudadanos vascos perseguidos por ETA, pero eso mismo es lo que ha hecho Cándido Conde-Pumpido con su equiparación de la Ley de Partidos al inaceptable limbo jurídico de Guantánamo. Así lo ha certificado Pernando Barrena a su modo: “las elecciones están amañadas –ha venido a decir- y la mejor prueba es que el propio Estado lo ha reconocido; todos los cargos que nos hubieran correspondido de no haberse ilegalizado algunas listas de ANV, serán cargos usurpados y los usurpadores deberán responder por ello” (una amenaza en toda regla a los futuros alcaldes y concejales). El Fiscal General no habla en nombre del Estado, pero se puede disculpar la confusión de Barrena, ya que nadie puede creer a estas alturas que haya diferencia práctica alguna entre la portavocía gubernamental y la fiscalía. Tampoco entre Cándido Conde-Pumpido y Pernando Barrena, que habla en nombre de Batasuna (que no existe, nos dicen todos los días socialistas y jueces galácticos): a este punto hemos llegado, a que el Fiscal convierta en víctimas a los verdugos.
¿Y cómo hemos llegado aquí? La pregunta clásica de los perdidos. Uno de los frutos más venenosos del zapaterismo es, lo estamos viendo, la progresiva difuminación de fronteras y funciones entre los distintos organismos del Estado, consecuencia lógica de una confusión inicial catastrófica: la indiferencia entre verdad y mentira, hechos y opiniones. O entre Partido y Estado, Estatuto y Constitución, anomia y tolerancia. Todo es igual, nada es mejor, como en el Cambalache del maestro Discépolo. “La ideología”, según el presidente Rodríguez Zapatero, es “una idea lógica”, pero la política no debe ser ideológica para no caer esclava del pensamiento racional y abrirse al mágico, mientras que las palabras deben estar al servicio de la política, y no al contrario. De todo este turbión de charlatanería de feria -ese bullshit de Harry Frankfurt tan actual- surge una pregunta inquietante de respuesta inequívoca: si todo debe estar al servicio de la política, ¿al servicio de qué o de quiénes está la política? Obvio: al servicio de los usufructuarios.
Hay una cierta tendencia en atribuir al relativismo la responsabilidad última de los desatinos gubernamentales y la decadencia socialista, pero me parece una atribución demasiado sofisticada. Para ser relativista hay que haber dado bastantes vueltas a cuestiones de cierta enjundia filosófica, y no se ven por ninguna parte. Que el presidente Zapatero promocionara su “Alianza de Civilizaciones” como uno de los frentes estratégicos de su política exterior adolescente no parece la consecuencia de la equiparación relativista del islamismo y la democracia, por ejemplo, sino una muestra rotunda de puro oportunismo. De lo que se trataba era de iniciar negociaciones con un enemigo potencial que podía estar interesado en un reparto de la tarta beneficioso para ambas partes, esto es, compartir una concepción mafiosa de la política. Y en efecto, hemos ido viendo que esa regla inspira no sólo la Alianza de Civilizaciones, esa nada, sino asuntos domésticos como la negociación política con ETA, la reforma del Estatuto catalán o las maniobras empresariales a la mullida sombra del poder del Estado. La desvergonzada manipulación de la Fiscalía General o de la CNMV toman sentido en ese cuadro general: no se trata solamente que hayan caído en manos de sujetos sin escrúpulo alguno, que también, sino de que estas instituciones públicas han sido puestas de inmediato al servicio de una política que no tiene otro horizonte ni objetivo que la supervivencia y el medro de sus administradores. Y como éste es un mal objetivo (en su doble sentido), resulta imprescindible la selección y promoción sistemática de las peores alternativas: desde las personas, iluminados o rufianes o tontos o todo junto, a las salidas políticas de los líos en que éstas se pierden en pos de sus ambiciones.
Es comprensible que haya muchas personas incrédulas todavía, refractarias a la cuestión de fondo: que hemos caído en manos de un grupo resultante de una larga, sistemática y eficiente selección negativa, especialidad de los partidos políticos donde el PSOE amerita el Nóbel, de haberlo. Lamentablemente, es cierto. Si reclaman alguna documentación adicional para llegar a esta conclusión, pierdan cuidado: el diario Gara ya ha comenzado a publicar sus rigurosas exclusivas, de muy buena fuente, sobre la negociación política entre ETA y los enviados socialistas, con Jesús Eguiguren a la cabeza, otro acabado ejemplo de esa política de selección de incapaces, tan ambiciosos como carentes de escrúpulos. Naturalmente, el pensamiento mágico progubernamental se apresurará a desechar el dato y a negar toda credibilidad -“pues viene un partido ilegalizado”, dice María Teresa Fernández de la Vega- a los mismos sujetos con los que, sin embargo, se empeña en llevar adelante lo que llaman un “proceso de paz”, gigantesca incongruencia que no implica problema alguno para el zapaterismo, capaz de negociar acuerdos trascendentales con grupos cuya existencia no sólo niega –Batasuna- o confunde –ANV-, sino de los que dice no creer ni una palabra ni esperar nada. Claro que esto es una bagatela al lado del empeño en aliar civilizaciones, por ejemplo.
La gran ventaja que ha disfrutado el zapaterismo es, precisamente, la incredulidad que despierta la correcta interpretación de sus intenciones y procedimientos. Cierto día discutía con un exsecretario general socialista, defenestrado por Zapatero, la implicación socialista en la famosa “mesa de partidos” con ETA. Por razones morales (imposible que su partido cayera tan bajo) y políticas (no podían ser tan torpes), no podía aceptar el hecho de que ya se estaban celebrando reuniones de esa mesa, según noticias publicadas por la prensa sin desmentido alguno.
La promoción de las peores ideas y de las peores personas ha ido avanzado como una invasión de termitas que ha brotado a la luz con el derrumbe de algunas estructuras carcomidas en la oscuridad. Muchos prefieren consolarse suponiendo que se trata de un problema aislado, menor, que no podrá con nuestro sólido edificio institucional. Peligroso consuelo, desmentido por la sórdida historia del “proceso de paz”. Lamentablemente, la sociedad española no brilla por su alto nivel de exigencia democrática o por su conciencia ciudadana. Muchos piensan que Zapatero y compañía pueden y deben hacer lo que quieran si a cambio consiguen que ETA no les estropee la cena con la imagen de un atentado, o si los islamistas eligen ciudades remotas para poner sus bombas. Esta actitud no es típica de gente de escaso nivel cultural, sino que abunda entre los catedráticos universitarios, los periodistas de peso o los empresarios más boyantes. Sea cómplice o fatalista, la promoción de lo peor es una muy larga tradición de la España plural. Tenemos un año por delante para comprobar si somos un país democrático normal, es decir, una sociedad de ciudadanos con algún sentido de la realidad, cierta autoestima, algún amor a la libertad y la mínima solidaridad debida a sus conciudadanos en peligro por el hecho de serlo. Porque el problema de fondo que está agravando el zapaterismo es la inmadurez de la democracia española, la pobreza de nuestra cultura política, la fragilidad de las instituciones que caen en manos de incompetentes e indeseables que parece imposible quitarse de encima. Tolerar a los peores es llamar a gritos al desastre de lo peor. Y es lo que pasará si no hacemos algo al respecto.
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