Cuando llegó a casa lo primero que hizo fue orinar. Y lo hizo largo y tendido. Aquella liberación de toxinas y flujos perniciosos le hizo bien. Se sentía como nuevo, despejado y recién meado, con la vejiga funcionando otra vez a pleno rendimiento.
La descarga cerebral se produjo de inmediato y se extendió al resto del cuerpo como un torrente. Fue una idea sencilla pero reveladora. Una última novela.
Estaba convencido de que la concesión de todos los premios literarios era una pura fachada tras la cual se ocultaban intereses, favores y compensaciones. Los enchufes estaban a la orden del día. Miles de sujetos cuyo único activo literario residía en gozar de buenos contactos eran arropados por las editoriales a la categoría de novelistas prometedores. Siempre era así. Había leído a cientos de ellos para que no le cupiera duda de que semejante prosa jamás pasaría a la historia de
Pero a Enrique Maldonado no le cabía duda de que únicamente los grandes escritores eran capaces de eludir semejantes componendas y traspasar la difícil barrera decisoria de unos jurados previamente aleccionados.
Y escribió como jamás lo había hecho, con tesón, aplicándose una tarea diaria de diez horas de trabajo. Marcó su territorio laboral con precisión de relojero suizo. Renuncia total al asueto, guerra al ocio embrutecedor, cruzada implacable contra el reposo contemplativo.
Al cabo de un año la novela ya estaba lista para ser enviada al concurso literario. La había revisado hasta desalojar de sus páginas la coma más discutible; retocado hasta comparar las ventajas de utilizar la primera, la segunda o incluso la tercera persona; y explorado hasta desterrar de sus hojas la más pequeña errata. Ya solo era cuestión de esperar.
Seis meses después, cuando le concedieron el premio de medio millón de euros por su novela, las lágrimas acudieron a su cita obligada cuando la alegría desembocó en un mar de emociones contenidas.
Fue una noche increíble. Cámaras de televisión, emisoras de radio, entrevistas. Una locura.
Enrique Maldonado no pudo dormir hasta que el día siguiente logró asentarlo en
Eran las nueve de la noche cuando decidió dar un paseo para evitar tener que seguir atendiendo llamadas telefónicas. Entró en un bar y tomó asiento en una de las mesas. Desde allí podía divisarse el alegre deambular de viandantes, y a pesar de la hora, la espesa marea de autos que confluían en un cruce. Al cabo de unos instantes vio a dos hombres que charlaban animadamente. Los siguió con la mirada cuando entraron en el café. Tomaron asiento justo a su lado. Uno de ellos debería tener treinta años, y el otro no pasaría de los veinte.
- No te hagas mala sangre. Yo ya llevo muchos años en esto de escribir y sé que todo es cuestión de enchufes. Fíjate si no en ese tal Maldonado. ¿Tú crees que ha ganado el premio por su prosa bonita? Ni hablar. Enchufes. Contactos editoriales. Lo de siempre.
(Escrito por Goslum)
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