Si una noche de invierno, dos viajeros: El cerrajero de la causalidad y diplomático de la inducción, David Hume, atraviesa el Canal de la Mancha una noche gélida de enero de 1766, en compañía de un perseguido político y religioso en apuros, Rousseau, al que había ofrecido paradójico refugio en la muy tolerante y para él dudosamente libre Inglaterra.
Atrás queda la nada representativa y muy absoluta monarquía francesa, que elimina toda sospecha de poder considerar la libertad política como ficción reprobable al encerrar a Diderot en la prisión de Vincennes en virtud de una orden real sin juicio previo, dictada por haber escrito su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, que contenía opiniones vistas como impías y ateas por los censores. Dice el amigo, contradictor y –finalmente- enemigo de Rousseau: “Este ciego juzga muy bien las simetrías. La simetría, que tal vez es un asunto de pura convención entre nosotros, lo es, en muchos aspectos, entre un ciego y los que ven. A fuerza de estudiar, mediante el tacto, la disposición que exigimos entre las partes que componen un todo para calificarlo de hermoso, un ciego consigue hacer una justa aplicación de este término. Pero cuando dice esto es hermoso, él no juzga, simplemente aplica el juicio de los que ven: ¿y qué otra cosa hacen las tres cuartas partes de las personas que deciden sobre una obra de teatro, tras haberla visto u oído, o sobre un libro, tras haberlo leído? La belleza para un ciego no es más que una palabra, cuando está separada de la utilidad; y con un órgano de menos, ¡cuántas cosas cuya utilidad se les escapa! (...) El único bien que les compensa de esa pérdida es tener ideas de lo bello, en verdad, menos amplias, pero más netas que los clarividentes filósofos que las han tratado con detenimiento”.
Esa simetría de la que habla Diderot marca el nuevo orden que inaugura la Ilustración; se muestra en el neoclásico del XVIII, en una organización social regida por la aristocracia y el despotismo ilustrado como cánones de la excelencia. Pero también -y esto es lo que nos la hace familiar- en la aparición de una burguesía que comparte salones y cambia los modos de vida y el uso e influencia de los libros, antes bajo el patrocinio eclesial o aristocrático y ahora publicados por suscripción mesocrática. Hábitos y modelos que surgen entonces y se admiran hoy desde la muy correcta clandestinidad y debida nostalgia, pero que siguen rigiendo nuestras vidas privadas aunque no las virtudes públicas. Las ideas de racionalismo, crítica y libertad confluirán en la catarsis fratricida por la fraternidad y el furor igualitario de la Revolución francesa pero ya habrán dejado como legado las formas de vida y de pensar que fundan la modernidad.
El ilustrado desplaza al dogma para dar paso al asalto entre razón y experiencia. El juicio propio -medido por la independencia, fundamento y libertad de criterio- y la utilidad de lo experimentado son condiciones previas para que la representación, sea política o artística, sea real, no ilusoria (ajena, prestada, esclava). Hoy, la participación en procesos colectivos, como unas elecciones o la vida interna de un partido político, se someten a la liturgia propia de los museos o las exposiciones populares de arte contemporáneo: se identifica al autor de la obra o del discurso para saber qué debemos entender, sentir y contar después. La respuesta de Rousseau a este espíritu gregario administrado por el clero la da en La profesión de fe del vicario saboyano (cuarta parte del Emilio): "¿Qué función debe desempeñar el clero en la educación de los niños? Ninguna en absoluto". Pero sí los niños en la denuncia del clérigo.
La actualidad de la Ilustración es la vigencia de la doble batalla entre razón y pasión, experiencia y dogma -político o religioso-, moderada a veces por los ciudadanos con pragmatismo y humor: a las hogueras que también alumbran el Siglo de las Luces es arrojado por el senado de Berna el Emilio, siguiendo los pasos de Sobre el espíritu, de Helvetius, y de La doncella, de Voltaire. El agente de la justicia encargado de recaudar los ejemplares impresos se presentó con los brazos vacíos ante el ayuntamiento de Berna e informó a los concejales: “Señorías, tras haber realizado todas las búsquedas posibles, sólo hemos podido hallar en la ciudad algún que otro espíritu y ninguna doncella”.
Pero el destino de tan ilustres ilustrados no siempre es el altar de la razón sino el mercado. En 1796 el jesuita Juan Bautista Colomés publica la sátira Les philosophes à l’encan, en la que vende a un mercader chino a los más significativos de ellos: Voltaire, Rousseau, Diderot, D’Alembert y Helvetius. Negociación divina con venganza clerical llevada a cabo mediante un diálogo entre Mercurio y Venus en el que se comprueba la primacía de la utilidad, tan cara a los filósofos de la época:
“Chino: ¿Qué? ¿Habéis inventado una laca?
Voltaire: No lo digo por vanagloriarme pero ved todas las obras que he hecho en mi país. Tienen tal esplendor que nadie es capaz de deslucirlas. Esta laca disimula bien cualquier cosa, incluso la basura más repugnante. Todo adquiere belleza con su brillo (…) Sé además, Señor, que el mayor mérito de un comerciante como vos, es poder disfrazar la verdad a propósito, e incluso mentir rotundamente cuando lo exige la razón del interés. Y bien, yo mismo, cuando lo he creído ventajoso para el bien de la humanidad, me he propuesto disimularla sin el menor escrúpulo. Alejemos de nosotros esta tímida debilidad que sólo sabe decir insípidas verdades que todos conocen y que molestan siempre a quienes tienen la paciencia de escucharlas.
Chino: Pienso como vos. (…) Pero, decidme, ¿cómo reaccionáis cuando se descubren vuestras mentiras? La verdad resplandece ocasionalmente incluso a través de los artificios con los que se adorna.
Voltaire: Hace falta valor, se necesita osadía. He sostenido con audacia la mentira reconocida, utilizando otras mentiras aún más descaradas. Creedme: los hombres se cansan finalmente de ir tras nosotros para atraparnos. Es un fastidio para ellos entrometerse en nuestros líos para quitarnos nuestras armas. A fuerza de mentir llegará un día en que os creerán a pié juntillas o, asustados de vuestro valor, acabarán por estar de acuerdo con vos.
Chino: ¡Qué hombre tan valiente! ¿Cuánto, Mercurio, me pedís por este filósofo?”
Referencias:
- “El perro de Rousseau”, D. Edmonds y J. Eidinow, Ed. Península.
- “Los filósofos en almoneda”, J. B. Colomés S.J., Univ. Alicante.
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