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3 de Julio de 2007 - 15:54:51 - Pío Moa
La oreja de Jenkins y un mal método historiográfico
Recuerdo un reportaje en El País, hace ya bastantes años, sobre la historia del Museo del Prado, cuya autora, en el estilo, tan común en estos años, de desvalorizar lo español, se explayaba sobre el cúmulo de desidias, errores burocráticos y desastre organizativo en la formación de las colecciones y del propio museo. La conclusión sería que, si con tan calamitosa actuación teníamos uno de los mejores museos de pintura del mundo, el mejor según algunos, ¡qué habríamos logrado de haber trabajado un poco mejor!
Probablemente había bastante verdad en las observaciones de la hipercrítica escritora, pero su método historiográfico era pésimo: tendría que haber contrastado los fallos con los aciertos, sin duda muy superiores, teniendo en cuenta el resultado.
Me viene el caso a la memoria en relación con el libro de Kamen sobre el imperio español, y en concreto sobre cómo explica “la guerra de la oreja de Jenkins”, surgida del contrabando practicado por ingleses, holandeses y otros en América. Los guardacostas españoles perseguían ese contrabando, pero, según sus enemigos, muchos guardacostas practicaban la piratería, y un empleado de la Compañía del Mar del Sur los califica como “los más abominables ladrones de la humanidad”. Si hubo opiniones distintas, Kamen las omite. Los guardacostas habrían “confiscado ilegalmente, o robado”, entre 1813 y 1731, y según queja del gobierno británico, más de 180 mercantes ingleses, muy probablemente contrabandistas. “El caso más célebre fue el del capitán Jenkins, que en 1738 declaró en la Cámara de los Comunes que siete años antes su barco había sido víctima del pillaje de los españoles en América. A él le habían atado a un mástil y le habían cortado una oreja”.
El gobierno inglés exigió compensaciones a Madrid, sin llegar a un acuerdo, y, en plena indignación patriótica declaró la guerra a España, con la oposición del primer ministro, Walpole, el cual explicó, en palabras de Kamen, que “a Gran Bretaña le interesaba proteger a España”, por los beneficios que extraía del comercio con su imperio. Walpole dimitió, tras calificar la guerra de “injusta y deshonrosa”.
En consecuencia, y después de varias incidencias, en enero de 1741, “Vernon reunió en Port Royal lo que algunos llamaron la más formidable armada que jamás se vio en el Caribe”, con treinta buques de guerra y cien transportes con más de once mil soldados. “Pero perro ladrador, poco mordedor”, comenta absurdamente Kamen. “La flota puso sitio a Cartagena (de Indias) en la primavera de 1741, pero se retiró ante el temor de que llegaran refuerzos para socorrer la ciudad. A continuación se lanzó sobre la bahía de Guantánamo, en Cuba, capturándola, pero fue incapaz de sacar provecho de esta captura. Por último trató de apoderarse de Panamá, pero también en esto fracasó (…) Fue una campaña naval con objetivos confusos (…) Se trataba simplemente (…) de humillar al imperio”.
Otra flota menor, de ocho barcos y 1.500 soldados, fue enviada al mando del almirante Anson para atacar las posesiones españolas por el Pacífico, y coger en tenaza, con Vernon, el istmo de Panamá. La expedición fracasó, y, con tres barcos restantes, Anson intentó capturar el galeón de Manila, lo que logró finalmente, ya en mayo de 1743, perdiendo, señala Kamen, un marinero, por setenta los españoles.
Naturalmente, el hecho de esta guerra contradice un tanto su visión del imperio español como una especie de cobertura bajo la que actuaban en realidad los ingleses, holandeses, franceses, judíos, alemanes e italianos, y en la que los propios españoles representaban un papel menor. Este absurdo ya lo traté en otro artículo, y aquí se manifiesta en el hecho de que quienes impusieron la guerra fueron, precisamente, los comerciantes ingleses a quienes, en principio, más interesaba “proteger” a España, por emplear la expresión de Kamen. Por otra parte, las observaciones de Walpole valen casi en cualquier ocasión. Así, en los años 20 y 30 del siglo pasado, Alemania y la URSS sostuvieron fructíferas relaciones, hasta la invasión de la URSS por Hitler. Aunque en Alemania no podían exponerse opiniones contrarias, no faltarían quienes, al menos en su fuero interno se hiciesen reflexiones parecidas a las de Walpole.
El hecho de que los principales beneficiarios del imperio español, según Kamen, lanzasen la guerra contra él, encaja mal en sus teorías. Quizá los comerciantes ingleses esperaban sacar más provecho dominando directamente aquel imperio, que limitándose a comerciar con él, como debió de pensar Hitler con respecto a Rusia. Pues tampoco acaba de encajar la pretensión de que Londres sólo aspiraba a “humillar” a España. Para tan limitado objetivo no parece racional aprestar una flota gigantesca, la mayor conocida hasta entonces, cifrada por otras fuentes en 186 barcos y 23.600 combatientes entre soldados, marineros y macheteros negros esclavos, aparte de los llevados por Anson. Y la operación se dirigió a un centro neurálgico, Cartagena de Indias, donde confluía el comercio imperial hacia Europa. Los españoles solían interpretar que se trató de una gran ofensiva para quebrar su imperio, y no suena irrazonable el supuesto.
En la versión española de la guerra, un capitán de guardacostas, Juan Fandiño, que quizá tenía una opinión de su trabajo distinta de la de sus enemigos, capturó el barco de Jenkins y cortó a éste la oreja, advirtiéndole: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. De ahí derivó “la guerra de la oreja de Jenkins”, como se la conoce en Inglaterra.
La clave de la contienda fue el asalto a Cartagena de Indias. La ciudad, defendida por 3.600 hombres, 600 de ellos indios, debía caer forzosamente ante una escuadra tan extraordinaria. Sin embargo no cayó. Kamen empieza su libro con una cita de Brecht desvalorizando el mando de un ejército, pero lo que desbarató el intento británico fue precisamente la previsión y la acción de uno de esos mandos, Blas de Lezo, hombre del estilo del capitán Contreras y otros que hicieron o defendieron el imperio español, y que ya había batido a Vernon en alguna otra ocasión.
No parece que Vernon se retirara de Cartagena por temor a refuerzos hispanos. Desde mediados de marzo estuvo bombardeando la ciudad y sus fuertes, y desembarcó luego para tomar algunos de ellos, lográndolo a costa de grandes bajas. El 19 y el 20 de abril ocurrió la acción decisiva, y en ella sus tropas fueron diezmadas ante el fuerte principal, y rematadas en una impetuosa salida. Los británicos tuvieron que retirarse a los barcos, desde los cuales siguieron un mes más cañoneando en vano la ciudad, mientras las enfermedades hacían presa en ellos, obligándoles a incendiar varios buques por falta de tripulación. El fracaso ante Cartagena resultó tan humillante que el rey Jorge II prohibió escribir sobre él. La consecuencia fue que el imperio español se mantuvo en pie casi un siglo más, sin que los ingleses volvieran a amenazarlo seriamente.
El punto de vista español sobre la guerra “de la oreja de Jenkins” parece mejor fundado que el inglés, y, en todo caso un historiador serio debe tenerlo en cuenta necesariamente, cosa que Kamen no hace.
Kamen culmina su libro con una reflexión sobre “el fracaso de España a la hora de crear un discurso imperial, esto es, de crear un entendimiento entre los pueblos basado en una comunicación, una lengua y unos intereses compartidos”. El imperio español duró tres siglos, notablemente pacíficos en el interior, es decir, prácticamente tanto tiempo como el imperio británico y más que el francés u otros europeos. En cuanto a la comunicación y la lengua, veinte naciones y cerca de 400 millones de personas hablan hoy español. Sobre los intereses compartidos cabría observar que debían de ser bastante estrechos, por cuanto las guerras de independencia resultaron muy largas y empeñadas, debido a su componente de guerras civiles, más que a la intervención de una España exhausta por las contiendas napoleónicas. No parece tanto fracaso, en definitiva.
Al enfocar la historia con tanta unilateralidad, Kamen llega inevitablemente a conclusiones en verdad peculiares. Como dicen los críos, “¡así, cualquiera!”.
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