Se enteren, coño.
El Catoblepas • número 64 • junio 2007 • página 13
La conveniencia de los debates
Pío Moa Rodríguez
Respuesta a Pedro Carlos González Cuevas
El debate es conveniente tanto en la vida política como en la intelectual, y su escasez en España revela mala salud. Pero casi resultan peores que tal escasez esas polémicas ocasionales en que los contendientes hacen afirmaciones gratuitas apuntaladas por una exhibición impúdica de vanidad: cada cual esgrime sus títulos y méritos reales o supuestos, cita a troche y moche para demostrar sus lecturas, trata de picar a su vez la vanidad del contrario, le atribuye estar «nervioso», o «fuera de sus casillas», tener «miedo», «resentimiento», le achaca frases que no ha dicho, exhibe su desdén por él, se hace el ofendido, interpreta como insultos calificativos justificados, y, en suma, no olvida ninguno de esos viejos truquillos retóricos que dan vergüenza ajena. El tema, desdibujado entre tanta farfolla («complejidad» suelen llamarla), nunca se plantea y desarrolla con alguna precisión. Tras amplia ostentación de personalismos acaba la disputa por hastío, nada se ha aclarado, mucho humo y poco fuego.
Y aquí tenemos a nuestro ilustre señor González Cuevas, que empieza y termina por informarnos de que él se dedica a estudiar a «Aron, Ortega y Fernández de la Mora, cuyas obras resultan infinitamente más enriquecedoras, gratificantes y atractivas que los alegatos del señor Moa». ¡Ah, qué envidia dan esos tres intelectuales, tan afortunados de que el señor González Cuevas les conceda su atención y su valioso tiempo! Pero si el señor González no quería perder tiempo conmigo, eso es lo que debiera haber hecho, exactamente, en lugar de zascandilear dedicándome sus despectivas y gratuitas parrafadas para descartarme de sus ofrecimientos al PP.
No puedo pronunciarme sobre el valor de los estudios del señor González, porque no puedo leer todo, por desgracia. Espero y deseo que sean más brillantes que estos dos últimos artículos suyos, pues si siguen la misma tónica ni siquiera el PP les sacará mucho jugo: están a la altura de la inanidad cultural que él mismo denuncia.
Mi detractor planteaba la necesidad de que la derecha, si quería ganar el poder, «articulase» una intelectualidad afecta y eficaz, de la cual debía excluirnos a César Vidal y a mí (e incluir, va de suyo, al señor González, que tan garbosamente se codea con Aron, Ortega y Fernández de la Mora). Ya le dije algo la ocasión anterior, pero se lo aclararé un poco más. Para mí, el problema no es el respaldo intelectual a la derecha, sino a la democracia, hoy nuevamente en crisis en España debido, en gran medida, a la imperante y falsa interpretación de la historia. A cada cual le preocupa su asunto, y desde luego no pienso competir con él por los favores del PP.
Siguiendo con su tema, el señor González compara a Azaña y Ortega como posibles maestros de la derecha. Él prefiere a Ortega sobre el «mediocre» Azaña, una preferencia algo innecesaria al efecto perseguido, pues en realidad Azaña no funciona como tal maestro de las derechas. Solo Aznar lo invocó alguna vez, sin efectos posteriores.
Por otro lado, ¿en relación con quién era mediocre Azaña? No con los demás líderes izquierdistas, a quienes sacaba varias cabezas de talla como intelectual y como político. ¿Y en relación con Ortega? Eso depende. El señor González funda su aversión a Azaña en una serie de consideraciones variopintas y en parte anecdóticas, olvidando que la comparación debe hacerse sobre una base común. Como pensador, Ortega está muy por encima de Azaña, que realmente no lo era. No tiene sentido compararlos en ese aspecto. La base común consiste en su calidad de intelectuales-políticos, pues Ortega también lo fue durante unos años cruciales. Los dos compartían una serie de grotescos prejuicios sobre España y su historia (ya lo explicaré en otra ocasión), y los dos propugnaron la república como salida a las dificultades del país. El desvarío de Ortega fue inmenso, culminado en su artículo «El error Berenguer», uno de los más influyentes y necios del siglo XX español; y fracasó de manera patética con su Agrupación al servicio de la República. Pronto se dio cuenta de que la república llevaba muy mal camino –tampoco hacía falta ser un gran pensador para ello, lo constataban millones de personas– y, con la misma irresponsabilidad que atacó al régimen liberal de la Restauración, se desentendió del monstruo que él había contribuido a engendrar. En Azaña, al menos, encontramos mayor compromiso, coherencia y responsabilidad, y hasta mayor éxito personal en la común empresa, aun si ese éxito supuso una calamidad social.
Otro dato me lleva a dudar de la calidad de los trabajos de nuestro amigo, y es su solidaridad o compadreo de gremio, en perjuicio de la ética intelectual: «El señor Moa es contumaz; y se atreve a negar la condición de historiadores a figuras como Santos Juliá, Enrique Moradiellos, Angel Viñas, Alberto Reig Tapia, Francisco Espinosa, Gabriel Cardona, Antonio Elorza, Paul Preston o Julio Aróstegui. La duda ofende. Además, negar el problema no ayuda a su solución; es la táctica del avestruz. Se trata de figuras relevantes de la historiografía española». A uno le viene la duda de si el señor González sabe interpretar sus lecturas. Yo no niego la condición de historiadores a esos caballeros; al contrario, han sido ellos quienes me la han negado a mí. Lo que he dicho –o, más propiamente, he sostenido con abundante apoyatura documental y argumental, no con simples afirmaciones gratuitas– es que son malos historiadores. Y si el señor González los considera relevantes, él mismo se pone a su nivel. Le recomiendo lea (con cuidado, para no interpretarlo al revés) mi libro recién publicado La quiebra de la historia progresista. En qué y por qué yerran Beevor, Preston, Juliá, Viñas, Reig… Ahí podrá enterarse, si quiere descansar un rato de sus elevadas especulaciones, de lo que digo y por qué.
Recordaré algunos hechos que no debieran caer en olvido tan fácilmente. Cuando empecé a publicar esperaba un debate duro, pero racional. Increíblemente, la respuesta consistió en exigencias de censura para mis libros por parte de algunos de esos «relevantes historiadores», y aplicación efectiva de esa censura por el grupo PRISA y muchos otros medios (durante un período solo pude escribir en Libertad digital). No todos pidieron mi silenciamiento, pero ninguno de ellos protestó por aquel ultraje desvergonzado a la democracia y al decoro académico. Ni uno. Tampoco el señor González. Al contrario, reforzaron la marea inquisitorial con una oleada de insultos y calumnias personales, en ocasiones amenazas, junto con un arrogante –cómicamente arrogante– rechazo del debate… en el que, quisieran o no, recaían una y otra vez, si bien a su oscuro modo; como ahora el propio señor González. Con todo lo cual han demostrado su categoría intelectual, personal y política, ¡para que vengan luego haciéndose los ofendidos por mis «insultos»! Y dice el gracioso que yo incurro «en el mismo error de sectarismo» que algunos de sus ilustres compadres de gremio. Y habla de su intención de impulsar una «reforma intelectual y moral». Casi nada.
Seguramente el personalista señor González opinará que los hechos señalados no pasan de ser una experiencia meramente particular, a la que yo, por resentimiento o lo que sea, otorgo una importancia desmedida. Pero la importancia se la han dado ellos, el mismo González se la da con su ridícula pose de desdén y su afanosa colaboración en la campaña. El mío ha sido el único caso, desde la democracia, en que se ha intentado declarada y abiertamente, con esfuerzo ímprobo y presiones inadmisibles, silenciar unas tesis históricas y políticas. Por supuesto, ha habido otras campañas, pensemos en Ricardo de la Cierva, a quien unos intelectuales muy inferiores a él han querido «erradicar» de la universidad, sin que hallara el «erradicable» el menor apoyo o solidaridad de los timoratos que pensaban como él, pero disimulaban. Lo singular de mi caso es que desde el principio los mandarines se pusieron en evidencia al predicar la censura e imponerla donde podían. Todos ellos saben por qué, y me permito recomendarles al respecto un reciente artículo de Rob Stradling en The English Historical Review, «Moaist Revolution and the Spanish Civil War: Revisionist History and Historical Politics». Yo no pongo en duda el derecho a sostener otras ideas, y acepto en principio que puedan ser más acertadas que las mías. Lo que no admito son esos modos y métodos, degradantes para la vida intelectual, y puedo permitirme denunciarlos y calificarlos como merecen porque, afortunadamente, nuestra democracia todavía resiste el arbitrio de tales personajes. Queda en el balance su fracaso tanto en refutar mis tesis como – y eso les habría interesado mucho más– en silenciarlas o desprestigiarlas con malas artes.
Ha ocurrido con demasiada frecuencia en España que obras de mérito fueran sepultadas por la algarabía de los mandarines de turno. En cuanto a mí, la ausencia de debate civilizado, sustituido por el empeño en desacreditarme personalmente, me ha obligado a emplear bastante tiempo en salir al paso a tanto golfante intelectual. Y he aquí que entonces estos individuos me llaman «polemista», como si defenderme de ellos fuera un abuso y sugiriendo de paso que mis trabajos solo tienen el valor de la pura «pelea» con la cual intento hacerme notar… en contraste implícito con la labor profunda y callada, destinada a perdurar, que ellos estarían realizando. ¡No les faltan pretensiones! Esta insidia la emplean sobre todo gentes de derechas, de esas que, cómplices o acobardadas, callan y dejan al mandarinato progresista aplastar a otros y destrozar su reputación. Unos competidores menos, parecen decirse; y en el fondo disfrutan malsanamente. Pero no se trata de defender a tal o cual autor, sino las normas que deben regir en el debate, si no queremos degradar la tensión intelectual a puras maniobras indecentes y rivalidades sórdidas en torno a cargos, subvenciones y prebendas. Como suele suceder.
Sobre otras observaciones que hace González, con solemnidad un poco asnal, acerca de la categoría de tales o cuales pensadores, pocas palabras. En lo que tienen de ciertas, son triviales; en lo que quieren salir de lo trivial, insignificantes. Tropezamos de nuevo con las viejas taras: el argumento de autoridad, la erudición sin argumento, la solemnización de lo obvio, la incapacidad para plantear problemas.
Bien, si el señor González quiere mantener un debate algo serio, no intente «enseñar al que no sabe», prescinda de todos esos trucos y aténgase al tema. Y si no quiere, como parece ser finalmente el caso, evite meterse en berenjenales innecesarios. Todos tenemos mucho que hacer.
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