
Un personaje que murió en Dachau, durante los estertores de la locura que asolaba Europa, apenas dos meses antes la liberación del campo de concentración, no está claro si de tifus o de un tiro en la nuca. Alguien que fue delatado y detenido, que evitó la muerte en primera instancia merced a la intercesión de un general conocido, pero que, recalcitrante, acabó atrapado en el sucio agujero negro concentracionario. Un tipo cuyos diarios identifican a Hitler como el Gran Manitú y que lamentaba no haberle pegado un tiro en 1932, cuando lo tuvo en la mesa contigua en la Hofbräuhaus muniquesa, yendo él armado, y sólo acertó a expresar en voz alta su opinión sobre el sujeto, aprovechando que paraba por allí sin su habitual escolta de matones. Un testigo que disecciona la sociedad alemana de entreguerras y su entusiasta camino al sometimiento, que desprecia a las masas (lector de Spengler y Ortega) y que aborrece del espíritu prusiano que envenena a Alemania. Un disidente del frente interior que, sin embargo, olvida el capítulo que significa al nazismo como uno de los horrores más depurados de la Historia, como si de un suceso menor se tratara, más bien como si a su alrededor nada pasara con sus conciudadanos judios. Acaso no los consideraba como tales. Ni una palabra sobre la Noche de los Cristales Rotos, ni una mención a las Leyes de Nuremberg, ni una reflexión sobre los comerciantes expropiados, ni un recuerdo para los Rosenfeld o los Goldberg desaparecidos. Nada. Silencio.
Etiquetas: Phil Blakeway
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