Durante la Dictadura del general Primo las tierras del valle inferior del río Grande fueron puestas en regadío y por esta razón los labradores se dedicaron al cultivo de la remolacha azucarera, abandonando los cultivos de secarral, y los inversores foráneos aprovecharon para construir, entre la carretera y las vías del tren, una fábrica de azúcar movida con calderas de vapor. Regadío, cultivo remolachero y fábrica azucarera pusieron las bases para que el primitivo núcleo ferroviario creciera de un modo exponencial en pocos años. El modelo urbanístico no cambió. Siguió siendo anárquico durante muchos años. Las autoridades de los dos términos municipales no se ocuparon de establecer normas urbanísticas y las viviendas se edificaron allí donde a cada familia se le antojó. Los Nardos fue así dando pasos decididos hacia su desarrollo pero siguió siendo un pueblo feo, sucio y desgarbado, atravesado por la carretera, polvorienta en verano y llena de charcos en invierno, con cunetas, allí donde las había, convertidas en pestilentes vertederos de aguas fecales.
Pero no debo adelantar acontecimientos y por ello contaré con más detalle el proceso que siguió el núcleo desde sus orígenes, en los años veinte del siglo pasado hasta nuestros días, a comienzos del siglo XXI, o sea, algo menos de un siglo de historia.
Aunque los primeros pobladores fueron, como digo, ferroviarios venidos de lejanas tierras, siempre hubo desperdigados cortijitos de modestos labradores y algún que otro cortijo propiedad de la pequeña nobleza rural. Hasta la construcción de la red de canales que trajeron las aguas del río Grande, los escasos pobladores eran gente del secano que nunca llegaron a formar una comunidad integrada con los ferroviarios, a los que siempre consideraron como extraños, advenedizos sin escrúpulos, nómadas sin tierra que hoy vivían aquí y mañana nadie, ni ellos mismos, sabían adónde, ignorando qué clase de tierra los cubriría cuando murieran. Esa gente de vida ambulante mal podía encajar con la inmutabilidad centenaria de los que allí habían nacido, sin otro contacto con el mundo exterior que las salidas con motivo de cumplir con la obligación de hacer el servicio militar, paréntesis en sus vidas del que sólo les quedaba luego el recuerdo hiperbolizado para los que ya lo habían hecho y el temor curioso de los que aún tenían que cumplirlo. Pero, en el fondo, los labradores autóctonos, a pesar de las miradas atravesadas que les echaban, envidiaban en sus profundos a los ferroviarios, pensado en la de cosas que tendrían oportunidad de ver en sus continuos desplazamientos.
Un buen día los labradores llegaron a sus casas mustios y descorazonados porque habían encontrado los campos invadidos por extrañas máquinas excavadoras manejadas por trabajadores desconocidos que removían la tierra de una forma rara, sin arte ni cuidado pero con hábil destreza. Algunos de ellos incluso habían visto de lejos el campamento donde vivían en tiendas de lonas descoloridas. Cerca de ellas humeaban las hogueras donde hacían el condumio. Aquella noche durmieron con desasosiego. No tardarían en saber que se estaba construyendo un canal que traería agua desde el cercano río Grande para regar las resecas tierras del valle. Esto era sin duda algo inesperado y a saber qué consecuencias traería. Bueno estaba lo del ferrocarril, pues, al fin y al cabo, a los ferroviarios nada les importaba su vida, podían seguir viviendo como siempre, pero lo del canal y la amenaza del agua era algo mucho más serio. Les podía tocar muy de cerca y podía cambiar su forma de vivir. Afectaba a la tierra donde nacieron, en la que vivían, de la que se alimentaban y en la que un día serían enterrados.
No quedaron aquí las cosas. Al poco tiempo, nuevas máquinas y nuevos forasteros comenzaron a transformar la vieja vereda de carne en una carretera moderna. Destrozaron las jaras y las adelfas, desarraigaron los tarajales, ensancharon la vereda quitando de un tajo los apelmazados palmares y la rellenaron de piedras que primero machacaron y luego apisonaron con máquinas desconocidas de lento caminar. Los labradores y sus familias estaban desconcertados. ¿En qué pararía aquella actividad febril?, se preguntaban con la angustia reflejada en sus rostros y con la tristeza invadiéndoles la mirada, enmudecidos por el miedo a un futuro más incierto que nunca. Los ferroviarios parecían contemplar la situación creada por los nuevos invasores con una actitud displicente, como si además de entenderla no les importaran sus incógnitas consecuencias. Alguno de ellos incluso abrió una taberna en la que al caer la tarde se reunían los trabajadores del canal y en poco tiempo consiguió medrar tanto que terminó dejando el ferrocarril.
Durante el tiempo que duraron las obras no se hablaba de otra cosa en Los Nardos que de los perjuicios que acarrearían a las familias el regadío y la carretera. Y, cuando menos lo pensaban, vieron pasar los primeros camiones espantando a los bueyes de las carretas. Con la apertura del canal los campos quedaron encharcados sin remedio por la violenta llegada de las aguas. El clima se hizo más frío en invierno y más pegajoso cuando llegaba la canícula. Las aguas se estancaron y luego se fueron pudriendo trayendo mortíferas epidemias de paludismo. Los viejos labradores sintieron que el regadío y la carretera se habían confabulado contra el campo y contra la tranquilidad de su gente. De poco servían ya sus tradicionales métodos de cultivo. Se sintieron discriminados en su propia tierra y desorientados frente a un mundo que cambiaba vertiginosamente. El frío, el paludismo y los nuevos cultivos que no entendían les llevaron a poner en venta sus propiedades a precios tan bajos que nuevas gentes, sin duda aventurera, más desenvuelta, procedente de lejanas y desconocidas vegas, fueron asentándose en el pueblo desplazando a los nativos, trayendo nuevas costumbres, nuevos acentos e incluso nuevas formas de vivir. Ellos mismos construyeron sus viviendas donde quisieron porque aun no había normas urbanísticas que pusieran algún orden al feroz crecimiento del núcleo.
Algunos de los nuevos labradores perdieron sus haciendas en la dura batalla contra una tierra que no parecía someterse con docilidad a las normas del agua. Otros, sin embargo, triunfaron, compraron más tierras, hicieron viviendas más grandes y acomodadas y se convirtieron en una clase de nuevos ricos sin que nadie lo advirtiera. Poco a poco, el agua fue empapando y penetrando la tierra, haciéndola más fértil, cambiando las costumbres, pronto combinadas con las de los invasores, transformando el paisaje y dando al lugar un nuevo aspecto que si bien nunca llegó a ser bonito al menos sí daba la sensación de prosperidad. Claro que a ello contribuyó mucho la puesta en marcha de la fábrica procesadora de las remolachas en azúcar y en alcoholes. Al llegar el mes de junio los labradores empezaban a recolectar la remolacha que llevaban a la fábrica primero en carretas y luego en camiones y en tractores. Muchos forasteros acudían a Los Nardos en busca de trabajo cuando empezaba la zafra. Los había que llegaban solos pero muchos otros llegaban acompañados por su familia. Como no había fondas ni ellos hubieran podido pagarlas se establecían bajo los olivos de forma que hubo olivares cercanos que llegaron a parecer campos de refugiados. Un olor dulzón se apoderaba del aire cuando la fábrica empezaba la molienda y todo el pueblo se entregaba a una actividad desenfrenada que propiciaba la apertura de nuevos negocios, tiendas de comestibles, bares, barberías, zapateros, afiladores, lañadores…
Con la llegada de la zafra azucarera, Los Nardos cambiaba de fisonomía. Parecía como si con la sola presencia en los campos de grandes montones de remolacha recién recolectada la tranquila vida del pueblo recibiera una fuerte inyección de vitalidad. En las tabernas, en las esquinas, sentados en las puertas de sus casas, hombres y mujeres de todas las edades hablaban animadamente y hacían conjeturas sobre la cosecha del año, y el precio al que la fábrica estaba pagando la remolacha. Abundaban ya los forasteros y dentro de poco la carretera que atravesaba el pueblo se vería colmada de vehículos de todas clases formando largas colas a izquierda y derecha de la entrada de la fábrica. Al caer la noche los olivares y los cultivos de cáñamo se poblaban de mujeres venidas de la capital para satisfacer las necesidades de los forasteros que habían llegado para trabajar en la azucarera. Para los cultivadores de cáñamo y de lino esta invasión era como una devastadora plaga y por eso cuando las veían venir temblaban pensando en los destrozos que provocarían en los sembrados, en los que dejaban espacios pisoteados de la precisa dimensión de un cuerpo humano.
Con el tiempo y la prosperidad fue desarrollándose en Los Nardos la conciencia colectiva de su importancia y de una identidad, distinta a la cercana capital del municipio en el que estaba enclavado el núcleo, a cuyos pobladores consideraban demasiado apegados a las viejas costumbres, no como ellos, que, a pesar de su resistencia primera al cambio, se pasaron sin ambages y con decisión a la cultura del progreso. Los nardeños no querían ya entonces ni en pintura a los vecinos de la cercana capital de uno de sus dos municipios y con el correr del tiempo incluso pensaron que se podían independizar, una aspiración ciertamente irrealizable entre otras cosas porque el término contiguo, uno de los más pequeños de España, habría quedado dividido en dos no ya pequeños sino diminutos. Hubo, pues, que renunciar a la secesión, pero la rivalidad se fue exacerbando cada vez más, tal vez porque la rivalidad sólo tiene sentido entre grupos muy próximos entre sí. Es de reconocer, no obstante, que, a pesar de la cercanía entre Los Nardos y la capital de uno de sus dos términos, las diferencias culturales fueron siempre muy fuertes y seguirán siéndolo incluso cuando el insignificante espacio que separa a los dos núcleos quede poblado, algo que no tardará mucho en conseguirse.
Hoy ya está llegando ese momento. El cultivo de la remolacha azucarera fue abandonado hace años, la fábrica tuvo que abastecerse de cultivos de lugares lejanos y al cabo decidió cerrar. Los campos se dedicaron al cultivo de frutales, la carretera fue asfaltada y la cercanía de Los Nardos a la capital de la provincia convirtió al pueblo en uno de sus lugares de expansión demográfica. Fue así como aquel incipiente lugar habitado llegó a contar con una población equivalente a la del núcleo capital de uno de sus términos. Las autoridades locales decidieron reconocer el peso que había alcanzado en tan poco tiempo el incipiente núcleo habitado y agregaron al nombre oficial el colorido topónimo de Los Nardos. Incluso la autoridad urbanística de la región decidió poner fin a la anomalía de los dos términos municipales a caballo de los cuales se fue desarrollando Los Nardos y agregó al más cercano el territorio que pertenecía al más lejano. El aun así menguado término municipal resultante ostenta una densidad demográfica de nivel europeo, pero las diferencias y las rivalidades nunca serán borradas. Los que no tenían identidad porque nacieron sin ella lograron al cabo dotarse de una propia y hoy la defienden con bizarría y mucha convicción. Ellos son los nardeños, cuidado, y exigen con fiereza el debido respeto por parte del resto de la población del municipio, aunque no tengan, de momento, la sede de la capital, que todo se andará.
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GRUPO SALVAJE
- Garvenstein, esto no puede seguir así.
- Tienes razón, Bártolbai, pero los tiempos son muy duros, como pollas de sorianos.
- Merck, ¿tú que opinas?
- No.
- Pero hay que hacerlo, Merck, lo tenemos que hacer por "ellos".
- Los sábados tengo que cuidar a la sobrina de la prima de mi vecino.
- Vamos, Merck, piensa en "ellos", en los que edificaron este lugar, piensa en Melon Curck, en Protack Inium, en Kid Tyop y en Chewing Bartan.
- Te digo que no puedo. La prima de mi vecino me excita, y algún día le pondré le pondré el chupete a ella.
- Estamos cegados por la pasión, el sexo, el alcohol y la violencia.
- Sí, Garvenstein, pero no podemos dejar desprotegida nuestra guarida.
- Es cierto. No obstante…
- ¿Qué?
- Yo salgo a pasear en bicicleta por la mañana; luego como con mis suegros y después del pacharán y la siesta echo una partidita al cinquillo con mis amigos en el bar. No puedo ocuparme de esto.
- ¿Y tú qué dices, Dragut Queen? No has abierto la boca en todo este rato.
- Mi pistola sólo tiene un objetivo.
- ¿Y qué ocurre si aparecen Sir O'Nico, o Fred Enrico?
-Os repito que en mi pistola sólo hay una bala de plata, y no lleva el nombre de esos dos.
- Maldita sea, entonces tendremos que cerrar los sábados.
- Así es. Sin nosotros este lugar no puede mantenerse en pie.
- Somos el imperio de la ley.
- Somos dioses. Paganos, pero dioses.
- Somos el grupo salvaje.
- Bang… …. … Bang.
- Siempre fuiste el más duro.