Manolo, el encargado de La Carpa, convocó a todos los clientes que coincidían durante el año en el desayuno y les citó el sábado por la noche en el parque infantil frente al teatro Apolo, para que el pequeño Chini se entretuviera en los columpios mientras llegaran los rezagados. Les exigió que vistieran sus mejores galas, y les anunció una sorpresa en agradecimiento a la fidelidad perruna de tantas mañanas plomizas. Bajo las luces de neón les recibió uno a uno, vestido con impecable camisa blanca, los sempiternos tirantes azules y el caliqueño en la boca y un sombrero de copa en la cabeza. Los camareros Leo y Simón le flanqueaban vestidos de frac, repartiendo solícitos besos y abrazos y acompañando a los invitados al minibús aparcado delante del bar. Detrás de ellos la banda de música de Alcorcón tocaba pasodobles ante la mirada curiosa de un grupo de turistas daneses, que no dejaban de darle monedas al abanderado. Como vivimos al lado, Diego Crespo y yo fuimos los primeros en llegar. Vestíamos traje, siguiendo las indicaciones de Manolo, y Crespo se protegía del frescor otoñal con una larguísima gabardina de color verde. Leo nos saludó muy efusivo (qué tal chavales, como cada mañana), y cuando nos hizo entrar en el minibús puso en el caset una cinta de Proyecto Uno. Las jóvenes dependientas de la tienda de ropa fueron las siguientes en llegar. Llevaban dos trajes largos oscuros muy elegantes, y la misma cara de perro de todas las mañanas. Se dejaron besar la mano por Manolo y se sentaron en las primeras filas, indiferentes como cada día a las llamadas de Crespo desde el otro extremo. La cajera del Día, elegante y discreta, llegó del brazo de Hans Topo, que para la ocasión había cambiado el bastón de ciego por un gayato con la efigie del Caudillo en la empuñadura y se había puesto su mejor chándal. Esta noche te voy a invitar a lo que tú quieras, y sin que tengas que ir a fotocopiarme el menú, le dijo Manolo mientras le daba golpecitos amistosos en el hombro. De la calle de Lavapiés apareció el Chini con traje de marinero. Manolo besó en las mejillas a su madre, lo sacó del carro, lo levantó al cielo y empezó a hacerle cosquillas con la boca al grito de ay mi Chini, ay mi Chini, que provocó las risas de los negros en el otro lado de la plaza. Simón se ofreció a llevarles hasta el minibús, pero la madre prefirió quedarse jugando con el niño en el tobogán hasta que llegaran todos. El cartero estudioso del Marca se presentó a la cita con su habitual apatía. Llevaba la camisa amarilla de Correos de todos los días, y traía el periódico para entretenerse durante el trayecto, porque aquella mañana había tenido mucho trabajo y había dejado sin leer las páginas de atletismo, la programación y la cartelera, según le contó a Leo al entrar al minibús. Sólo faltaba un invitado, y Manolo comenzaba a impacientarse. Pasaban tres cuartos sobre la hora convenida cuando un destello dorado procedente de la calle de la Magdalena deslumbró a todos. Era ella, la ciega de ébano. Enfundada en un impactante vestido dorado de espalda descubierta y pronunciado escote se acercaba a la plaza tanteando el suelo con un bastón de cabaretera del Berlín de entreguerras. Manolo se arrodilló ante ella y le gritó reina, y de nuevo los negros se rieron. Morena, guapa, le dijo descubriéndose y haciendo una reverencia. Las luces del teatro y con ellas todo el esplendor de la noche se reflejaron en las gafas oscuras de la mujer. Leo y Simón la tomaron del brazo camino del minibús. Detrás, junto al Chini y su madre, Manolo saludaba a los transeúntes con el sombrero en la mano, y la banda interpretaba Amparito Roca completando una escena mágica. Todos desde las ventanas aplaudimos a la lucida comitiva. La negra se sentó junto al conductor, custodiada por Simón y Leo. Manolo pagó al representantes de los músicos, que se fueron tocando camino de la estación de Atocha para coger el cercanías de regreso al pueblo. Entró en el autobús y mandó al chófer cerrar la puerta. Unos golpes en la ventana del conductor detuvieron el coche cuando ya estaba arrancando. Era Cati, la cocinera. Ao final he pudido fenir, Manuolo, le dijo al encargado con su ininteligible acento portugués. Llevaba un vestido hippie de sus años jóvenes y felices en Salvador de Bahía, que a Manolo le pareció demasiado viejo y deslustrado para acudir a la cita. Ya te habrías podido mudar un poco más, mujer, le dijo con gesto indulgente sin severidad. Qué quireis, queridou, eis o meu estilo, zanjó ella la conversación. Cati se acomodó en el minibús, que era ya una fiesta de fraternidad y alegría. El conductor se puso en marcha y Manolo, de pie delante del cristal con el sombrero en la cabeza, anunció por el micrófono el destino de la expedición: ¡nos vamos todos al Buddha Bar, que paga La Carpa! Aplausos y vítores respondieron al anuncio. La cinta de Proyecto Uno volvió a sonar por unos instantes, pero Manolo pidió de nuevo el micro y en un inglés perfecto que sorprendió a todos se puso a cantar (magistralmente, por cierto) el My way de Sinatra.
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