Monty queridísimo, aquí está lo que dice García Martín de lo último de "mi" Rosillo:
La poesía de Eloy Sánchez Rosillo está hecha con los mejores ingredientes naturales, sin conservantes ni colorantes, desdeña cualquier aliño que pueda sonar a artificiosa salsa retórica. En su nuevo libro están los atardeceres de otoño y de verano, la luna de agosto, las lentas gaviotas sobre lentos navíos, una muchacha hermosa que camina por la playa, el mirlo y el jilguero, el recuerdo de los gallos y los grillos de la infancia? Y un poema puede titularse «Madre» y comenzar con el verso «Llegué cuando acababa de morir», con lo que no parece haber sitio para la emoción poética, sino para la humana emoción a secas.
De tan fácil resulta difícil la poesía de Sánchez Rosillo. Difícil para los lectores, que a menudo tropiezan con el tópico convencionalmente poético, sin que el poeta parezca querer ir más allá; difícil para el autor, que deliberadamente renuncia a tantos recursos que a veces le cuesta levantar el vuelo y en más de una ocasión se estrella estrepitosamente.
Doy primero algunos ejemplos de esos más llamativos fracasos; luego de los poemas que renquean a ras de tierra antes de lanzarse a las alturas, y finalmente me referiré a aquellos otros en que, no sabemos cómo, la magia se consigue desde el principio.
«En la terraza de un bar» está sentado el autor en el poema de ese título. Hojea el periódico, tiene sobre la mesa «un libro y un martini, / el móvil, un cuaderno, una revista». Todo se nos describe con prosaica precisión. Y de pronto, pasa una muchacha: «Es muy hermosa y anda sonriente, / camino de las cosas de su vida. / Recién duchada, con el pelo aún húmedo, / llega tarde a una cita. / Por supuesto, me ignora. Ni siquiera / se percata de que este que la mira / es sólo un desdichado que no es / ese que está esperándola y agita / impaciente su mano jubilosa / allí, en aquella esquina». Al terminar el poema, volvemos a releerlo, por si no nos hemos enterado bien. El autor ve pasar a una chica guapa, vale. Pero ¿qué es eso de que ella ni siquiera se percata de que él no es el joven que la está esperando en una esquina? ¿Por qué había de percatarse de semejante obviedad?
De los poemas que tardan en levantar el vuelo, que el lector impaciente puede que no llegue a terminar (y sería una lástima), escojo uno de los más extensos, «En la casa de Keats». Como un turista que no perdona detalle, nos cuenta la visita a la casa «que en los últimos años londinenses / habitara John Keats en el barrio de Hampstead». Llega en el metro, camina sin prisa debajo del paraguas (aunque antes nos ha dicho que sólo a ratos cae «una lluvia menuda / que no molesta y que acompaña incluso / a quien pasea a solas»), lleva un plano de Londres en la mano, poco a poco va aproximándose «a la apartada calle en la que está / la casa del poeta». No, no perdona detalle y todo se cuenta minuciosamente, no se recrea en el poema: «Tuve, además, la suerte / -acaso por la lluvia y la temprana hora- / de que ni un alma hubiera visitándola, / y así pude a mis anchas deambular, / con gran recogimiento, por sus habitaciones / y observar sin premura los recuerdos de Keats / que tan devotamente guardan esas paredes». El lector se remueve impaciente, pero luego en el jardín donde Keats oyó cantar al ruiseñor que era todos los ruiseñores logra hacernos escuchar algo de aquella música y que el poema sea, por fin, un poema.
¿Hay un momento en que los poetas dejan de crecer para limitarse a engordar? ¿Le ha llegado a Sánchez Rosillo ese momento? Es posible. A un pintor se le permiten infinitas variaciones sobre unos pocos temas -el vaso con agua y unas flores de Gaya-, pero con el poeta somos más exigentes: lo que no suma, resta.
Difícil poeta, Sánchez Rosillo, precisamente por su facilidad. Hojeado al azar, distraídamente, su libro no anima demasiado, todo nos suena a consabido. Pero cuántas sorpresas para quien se atreva a adentrarse en esta poesía sin sorpresas. ¿Sabe siempre igual el agua? Hasta el paladar más burdo distingue la del grifo de la de los manantiales. «Nunca la vida ha vuelto a darme / un agua como aquella» se nos dice de la que, en el «pozo aquel de todos los veranos / bajo la sombra del nogal enorme», saciaba la sed de su infancia.
Nunca encontraremos poemas tan transparentes y verdaderos como los mejores de Sánchez Rosillo. Salimos de ellos más lúcidos, con los ojos abiertos al misterio de la vida. En este nuevo libro apenas pasan de media docena. ¿Pocos? Suficientes. Sin duda, necesitó escribir los demás para llegar a esos altos logros en que las palabras no son sólo palabras, en que la emoción no se dice, como tantas veces ocurre («el ser testigo fascinado, absorto, / de tanta maravilla esta mañana / me conmueve y me llena el corazón / de alegría y consuelo»), sino que se hace brotar en el poema.
Sánchez Rosillo necesitó escribir ese medio centenar de candorosos, costumbristas, reiterativos poemas que le sobran Oír la luz. ¿Necesitaba publicarlos? Quizá sí. Porque no todos los lectores estarán de acuerdo a la hora de determinar la media docena de escuetas maravillas que le salva y nos salva.
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