Ahí lo tenemos: el empujoncito. Nuestro sistema educativo se ha convertido en eso: una cadena de empujoncitos, por medio del cual se va aupando a los alumnos de curso en curso hasta el final. Sin que hayan necesitado hacer ningún esfuerzo. Nuestro sistema educativo es una escalera mecánica por medio de la cual el alumno puede entrar en primaria y salir en secundaria sin haberse tomado el trabajo de subir por sí mismo ni un solo escalón. La metáfora también vale para los alumnos que quisieran subirlos: no pueden, porque la escalera está atestada por los que se han apalancado en ella, constituyendo una barrera que obliga a todos a ir al cansino ritmo automático.
Escucho a mis amigos profesores como si fuesen videntes que tienen ya un pie en el futuro. Porque, de hecho, es así: ellos ya están viendo en los institutos cómo va a ser la sociedad de aquí a diez o quince años. Sus alumnos son la avanzadilla: es el inicio de la ola que luego romperá en la sociedad. Aunque, en realidad, ya ha roto. La catastrófica Logse ya lleva expelidas unas cuantas promociones. En todos los sectores puede atisbarse el bajonazo del nivel. Ya hasta hay alumnos logse que son profesores logse: los profesores más ceporros que se han visto jamás en España. Hace quince años se distinguían claramente los profesores de instituto de los de universidad: los de institutos eran, de lejos, muchísimo mejores. Hoy esa distancia ya no existe. La igualación se ha producido a la baja.
La última pieza que le han añadido a la escalera mecánica es la de que se puede pasar de curso con cuatro suspensos. El político sólo conseguirá con ello camuflar las estadísticas. Literalmente, esa medida abarata aún más los títulos. Se trata de una política inflacionaria en lo que a educación se refiere: los títulos van perdiendo respaldo, son puro papel. Lo salvaje es que, tras la escalera mecánica, se encuentra la pared vertical, a pelo, de la vida laboral (y de la realidad a secas). Entonces el alumno que ni siquiera ha sido enseñado a subir escalones, es obligado a escalar. Nunca se ha dado un contraste tan sangrante entre el paternalismo consentidor del sistema educativo y el carácter navajero e implacablemente darwinista del sistema laboral en el que desemboca. Al final de la cadena de empujoncitos lo que le espera al alumno, en cuanto asoma por el agujero, es a un cretino con el bate de béisbol reventándole la cara. (Obviamente, estoy hablando sólo de los pobres: los ricos tienen otro paisaje, empezando por los hijos de los que aniquilaron nuestro bachillerato.)
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