Quisiera referirme al tema del desarraigo y, por oposición, al tema del arraigo, y en lo que sobre esto se ha dicho en el judaísmo. Lo primero, no olvidar que todo tipo de discurso pretende clausurarse en lo propio, no salir de las certezas que el Yo pretende poseer. Pretende menos el conocimiento que el definir esencias, pues la ambivalencia de lo real, ese abismo psíquico en el que nos encontramos arrojados, es lo que determina todos nuestros proyectos y deseos más fundamentales. Por ello todo individuo busca sobre todo construirse una identidad a través de la cual adecuar el mundo exterior a su idea de Sí Mismo. Buscamos la afirmación, una fijación que nos permita cierto tipo de equilibrio, un control sobre nuestra vida. Pero todo el fenómeno judeocristiano (dejamos aquí lo que han sido formalizaciones históricas discutibles) va en una línea muy distinta. Si hay identidad en el judaísmo es precisamente aquella que todos rechazan, la que se fundamenta en el exilio, en el desarraigo que nunca podrá convertirse en arraigo. En el fondo, el desarraigo es la esencia de la naturaleza humana, pero sólo en el judaísmo se es fiel con este principio.
Franz Rosenzweig: “ser judío es ser en exilio”.
Levinas: “Toda palabra es desarraigo. Toda institución razonable es desarraigo. La constitución de una verdadera sociedad es un desarraigo: el fin de una existencia en la que el ‘según yo’ y el ‘en mi casa’ fuera absoluto y en la que todo procediera del interior. El paganismo es enraizamiento, casi en el sentido etimológico del término. El advenimiento de la Escritura no es la subordinación del espíritu a la letra, sino la substitución del suelo por la letra. El espíritu es libre en la letra y está encadenado en la raíz” (Difícil libertad, Caparrós, p. 177-178).
Diana Sperling, La centralidad del borde (artículo publicado en la revista Raíces, nº 65): “Si sacamos una mano fuera del cosmos, ¿esa mano existe o no? Así se preguntaba Aristóteles, allá por el siglo IV a.C. Esa pregunta parece ser la tardía respuesta a la inquietud socrática, cuando el viejo maestro debe decidir, en el juicio al que es sometido, si tomar la cicuta o ir al destierro. Su elección, sabemos, recae en la primera de las alternativas. Pero lo que nos interesa aquí es la razón que esgrime para ello: el griego rechaza la posibilidad de irse porque, dice, así no solo no salvará su vida -futura-, sino que malogrará la pasada. Detengámonos un instante en esta consideración: Sócrates prefiere morir en su polis a vivir en el exterior ya que, para él, eso no sería vida. Allí, fuera de la ciudad que lo ha criado y educado, ya no sería, dice, Sócrates. Esa inextricable ligazón entre tierra e identidad, entre nombre propio y lugar de residencia, es el punto que intento someter a examen. Los griegos son, aspiran a ser, autóctonos. De autós, para sí, lo que es en sí, y ctonos, tierra, suelo. Ser para sí, ser sí mismo solo es posible en esa ligazón con la tierra, en esa férrea pertenencia. La autoctonía supone que se es hijo de la tierra, como lo es una planta o una roca. El hombre pertenece al suelo y el suelo, al hombre. Vínculo natural, cuya ruptura conlleva la pérdida de la identidad, que es como decir la vida misma. Para el pensamiento judío, esta es una idea pagana. El judío entiende su vínculo con la tierra en un registro que no es de la naturaleza, sino de la legalidad (...). No somos hijos de la tierra, sino de la letra. Es que el judaísmo, lejos de nacer de y en la tierra, se funda en el exilio”.
En este sentido, lo ctónico (para quien a estas alturas no sepa lo que significa esta palabra debería consultar el Sexual Personae de Camille Paglia) sería aquello que se arraiga, lo que se refugia en unas raíces y escapa al desarraigo, a la ambivalencia que caracteriza a lo existente. Por tanto, todo el fenómeno judeocristiano si a algo se opone es a lo ctónico, a la Naturaleza como aquello que vive por y para el arraigo, a aquello que permanece en una situación de identificación con lo que existe sin plantear cuestionabilidad alguna a ese existir. En lo judío se da esa situación esencial que permite un conocimiento fundamental sobre la vida y el mundo.
Blanchot prolonga la idea: “(el judío) existe para que exista la idea de éxodo y la idea de destierro como movimiento justo; existe, a través del destierro y por la iniciativa, que es el éxodo, para que la experiencia de lo extraño se afirme ante nosotros en una relación irreductible; existe para que, por la autoridad de esa experiencia, aprendamos a hablar” (texto Lo indestructible).
Si toda cultura se construye a partir de la exclusión, en su fijación de lo propio y la separación de lo otro, se entiende que el antisemitismo haya alcanzado las dimensiones que todavía acusa. Si todo aquello que pretende sustentarse en cierto arraigo se enfrenta denodadamente a lo desarraigado, está claro que la condición del judío (en éxodo espiritual) tenía que ser combatida de manera tan obsesiva. Por algo el antisemitismo es un fenómeno milenario (con el tiempo ha cambiado de rostro, se ha refugiado en acusaciones diferentes, pero siempre se mantiene) que probablemente nunca llegará a desaparecer.
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