Cuando en el año dos mil la revista Time eligió a los cien personajes más destacados del siglo veinte, Kurt Gödel (Brno, 1906—Princeton, 1978) era el único matemático de la lista. Sin embargo, su obra sigue siendo desconocida para el gran público, que se ha topado muchas veces con las imposturas intelectuales de quienes ven en los teoremas de incompletitud un aleph en el que se refleja cualquier cosa. Precisamente el primer impulso para escribir esta biografía surgió de la lectura de las Imposturas intelectuales [1] de Alan Sokal y Jean Bricmont, cuya historia es bien conocida: harto de los abusos del lenguaje de la ciencia por parte de ciertos intelectuales franceses, Sokal escribió un artículo paródico y lo envió a Social text, una de las revistas más prestigiosas en el ámbito de los estudios culturales. El artículo («Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica»), plagado de citas absurdas, pero desgraciadamente auténticas, no sólo fue aceptado, sino que se insertó en un número especial dedicado a rebatir las críticas contra el posmosdernismo vertidas por diferentes científicos. Cuando la broma se reveló, con gran escándalo, en las portadas de periódicos como el New York Times o Le Monde, Sokal y Bricmont decidieron recopilar sus materiales y «explicarse».
Sobre el teorema de Gödel, Régis Debray ha escrito: «desde el día en que Gödel demostró que no existe una prueba de la consistencia de la aritmética de Peano formalizable dentro del marco de esta teoría, los politólogos pudieron, por fin, comprender por qué había que momificar a Lenin y exhibirlo ante los camaradas en un mausoleo» [2]. Una reflexión que sin duda dejará atónitos a quienes la comparen con el enunciado original del primer teorema de incompletitud, que asegura que en un sistema axiomático que incorpore suficiente aritmética, habrá siempre una sentencia que sabemos cierta por su contenido, pero imposible de demostrar a partir de los axiomas fijados de antemano. Y que tampoco recordará en nada al segundo, un corolario sorprendente, según el cual una de esas sentencias indecidibles es la que establece que la propia aritmética no tiene contradicciones internas. Por eso me propuse responder a la pregunta de cómo un matemático con una obra breve, difícil, de la máxima abstracción, había traspasado las fronteras de la lógica especializada para incorporarse, suficientemente travestido, al imaginario colectivo.
El libro se abre con dos capítulos que explican en qué consiste una demostración y motivan el desarrollo de la lógica moderna como la búsqueda de la máxima seguridad posible en los principios sobre los que toma cuerpo el conocimiento:
«Desde los inicios del método hipotético-deductivo, inducir una teoría del análisis de cierto número de experimentos que la corroboran se ha convertido en práctica imprescindible de la práctica científica. Sin embargo, ante un horizonte de infinitos casos posibles, el principio de verificación pierde su base epistemológica: basta un solo contraejemplo para falsar una hipótesis, pero cien pruebas a favor no la hacen del todo verdadera. Cada nuevo experimento es un lance a vida o muerte, y el quehacer de los científicos, una “búsqueda sin término”, como tituló Popper su autobiografía» (p. 17)
«Sólo al final, con esa mezcla de convicción y cautela tan suya, Gödel anunció que pueden darse ejemplos de proposiciones verdaderas por su contenido, pero indemostrables en el sistema formal de las matemáticas clásicas. Este golpe de efecto, similar al que suelen reservarnos los finales de los cuentos, pilló tan de sorpresa a los asistentes que apenas hubo discusión, y en las actas del encuentro ni siquiera aparecen recogidos los comentarios de Gödel. El único que mostró mucho interés fue John von Neumann, que, con su legendaria rapidez mental, le pidió más detalles sobre la demostración una vez terminada la conferencia y aprovechó para comentar con él algunas de sus reservas ante los criterios de consistencia enunciados por su maestro Hilbert» (p. 99)
Pronto los teoremas de incompletitud, «un hito que podrá divisarse desde remotas distancias en el espacio y en el tiempo», dieron la vuelta al mundo, aunque figuras de la talla de Russell, Wittgenstein o Zermelo nunca llegarían a entenderlos, o los rechazarían abiertamente. Poco después, Gödel, a quien le gustaba abrir camino y dejar que otros vinieran detrás a completar los detalles técnicos y las minucias académicas, pasó a dedicarse a la teoría de conjuntos («El problema del continuo»). En el ínterin, la situación alemana lo llevó a exiliarse en Princeton, a donde sólo pudo llegar por la vía más larga, viajando primero en el Transiberiano, luego en barco hasta San Francisco, y finalmente por todo el Oeste americano:
«Pese a su apariencia de zona residencial de postín, llena de mansiones vetustas y campos de golf, Princeton era en 1940 el centro matemático del universo. Del mismo modo que la Viena finisecular había concentrado en unas pocas calles a los mejores filósofos y literatos del planeta, algunas de las mejores manzanas europeas, sacudidas por Hitler del árbol de la ciencia, se congregaban en el campus del Instituto de Estudios Avanzados, con su bosquecillo surcado de senderos donde poder toparse con ideas fugitivas» (p. 163)
Gödel, sin embargo, no aprovecharía esta situación para completar su obra matemática: pronto pasó a dedicarse a la física y la filosofía, y luego sus problemas de salud mental le impidieron seguir trabajando («El ocaso de una mente»). Terminó creyendo que escapaban gases tóxicos de su frigorífico y que la misma conspiración que había tratado de silenciar a Leibniz, lo perseguía a él. Un final inesperado para una vida consagrada al estudio de los razonamientos válidos.
Referencias
[1] A. Sokal, J. Bricmont, Imposturas intelectuales, Barcelona: Piados, 1999
[2] R. Debray, Le Scribe: Genèse du politique, París: Bernard Grasset, 1980
[3] A. Janik, S. Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Madrid: Taurus, 1983
Etiquetas: Javier Fresán
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