La base hermenéutica de las teorías del pensador francés René Girard tiene que ver básicamente con el contenido de los Evangelios, de los que hace más una lectura antropológica que teológica (ésta vino con posterioridad), lo que le permite descubrir un conocimiento insólito sobre la naturaleza humana. Girard sostiene que este texto partido en cuatro versiones es el primero que históricamente habla desde el punto de vista de las víctimas y en contra de los verdugos (o al menos el primero que lo hace de manera tan decidida). Mientras que en los mitos de infinidad de culturas o, por poner un ejemplo más cercano, en las tragedias del mundo griego (la de Edipo, por ejemplo) la colectividad agresiva siempre tiene razón en su lucha contra el individuo desprotegido y culpabilizado (en el caso de Edipo él mismo reconoce la culpabilidad que le endosa la comunidad de Tebas), en los Evangelios es la víctima sacrificada la que representa y ostenta la verdad. Por tanto, aquello que los mitos justifican es negado en los Evangelios. Aunque se hayan hecho interpretaciones sacrificiales de la muerte de Jesús, en los Evangelios su inocencia es clara, mientras que de la culpabilidad de los otros actores de la Pasión, aunque con diferente incidencia y nivel, tampoco puede dudarse.
Girard descubre en la Biblia una construcción progresiva de una idea de moralidad y de justicia que es la que está en la base del mundo occidental; aunque en ocasiones eso no se haya plasmado a nivel práctico, esta moralidad no ha abandonado su posición preeminente en los últimos tiempos. Hoy en día nos puede parecer la defensa de las víctimas algo normal y lógico, pero históricamente no ha sido así, ya que toda sociedad tiende a ocultar sus crímenes y a justificarlos indirectamente mediante una interpretación mítica absolutoria. Y aunque en occidente ese pathos también ha estado (y sigue estando) presente, es cierto también que las bases morales y éticas de los Evangelios se han desarrollado con mayor fuerza.
Pero el contenido de los Evangelios ha sido sometido históricamente a no pocas adulteraciones, primero por parte de la Iglesia y después por cierta izquierda occidental. En el primer caso, no hay duda de que el cristianismo histórico se ha servido de su propio mensaje originario para, en ocasiones, legitimar precisamente a lo que este mensaje se opone: las violencias de origen comunitario, la clausura de los sistemas de sentido, el pathos sacrificial, etc. De esta manera, la revelación evangélica del mecanismo del chivo expiatorio se ha acabado interpretando en clave sacrificial: de la condena de los sacrificios dictaminada por el propio Jesús (“no quiero sacrificios, sino misericordia”, Mt 9, 13) se pasó a la justificación de los mismos (teorías expiatorias de la muerte de Cristo, interpretada como ‘entrega’ que libera al hombre de sus pecados) y a la necesidad de los principios éticos y morales que tienen que ver con ellos. En el fondo se produce de facto cierta negación del Pecado Original, desviando la responsabilidad humana de sus propias violencias hacia la figura ambivalente (por demonizada y divinizada) del Dios que entrega a su hijo para salvar al hombre. Girard censura esta línea interpretativa muy presente en el cristianismo histórico para hacer hincapié en la responsabilidad exclusivamente humana de su parte maldita.
Por lo que respecta a cierta izquierda de origen rusoniano, todo empieza cuando, a partir de la obra del propio Rousseau, se desplaza el principio de culpa del individuo hacia una idea de colectividad abstracta. La violencia ya no se define como algo connatural a la naturaleza humana, sino que se interpreta como un producto de las relaciones sociales. Es decir, que para esta visión la violencia más destructiva puede justificarse porque detrás de ella siempre podrá encontrarse una razón (social, de clase, ideológica, etc.) que la pondrá en marcha. Desaparece cualquier elemento de contención moral (a la ley moral se opone lo que podríamos llamar una ‘mística de la transgresión’) y todo se abandona a las necesidades de la ideología; las culpas ya no afectan a los sujetos violentos sino que son atribuibles, mediante elecciones sacrificiales, a otros sujetos ajenos al propio acto agresivo. Paradójicamente, la tesis rusoniana que defiende la bondad natural del hombre ha acabado legitimando innumerables crímenes. Y es que hoy en día se ha asumido el lenguaje evangélico de las víctimas como una forma muy efectiva para legitimar la acción de los verdugos; se culpabiliza en nombre de la justicia, a partir de una idea de no-culpabilidad; se persigue en nombre de la tolerancia. El mecanismo sacrificial sigue buscando víctimas y ahora lo hace con la Declaración Universal de los Derechos Humanos bajo el brazo. La clave: las nuevas formas de victimización se desarrollan a partir de los instrumentos destinados a suprimirlos; su objetivo es, en realidad, erradicar esos instrumentos. No es otra cosa lo que intentan cierta izquierda defensora del islamismo terrorista y los nacionalismos etnicistas: bajo la máscara del victimismo se pretende volver a formas de sociedad homogéneas y excluyentes en los que la violencia organizada y sistemática contra sectores determinados sea tolerada y estimulada. Se trata, en suma, en este proyecto rusoniano, de acabar con la base evangélica de la moralidad occidental partiendo de la radicalización (y sobre todo manipulación) de sus planteamientos.
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