CRÓNICAS COSMOPOLITAS
Los que desaparecemos de las fotos
Por Carlos Semprún Maura
En las mudanzas ocurre que los libros, papeles, fotos, documentos se amontonan por los suelos, antes de ira la basura o ser metidos en cajas y baúles, listos para su nuevo destino. Esteve Riambau ha elegido meter libros, documentos, chismorreos y recuerdos, al buen tuntún, en un libro: Ricardo Muñoz Suay. Una vida en sombras, que además ha recibido un premio.
Cuando se amontonan tantos trastos en un libro-baúl, puede ocurrir que el lector paciente se encuentre con cosas interesantes, o divertidas, en medio de toneladas de naderías, polvo y mentiras.
Esta no es una crítica literaria, sino un grito de cabreo personal que algunos podrán considerar egoísta o engreído pero que, a fin de cuentas, es un testimonio sobre la seriedad, objetividad y cultura política del XIX Premio Comillas (que se está convirtiendo en sancionador de infamias). Porque yo, que fui amigo de Ricardo desde 1954 hasta su muerte, en 1997, he desaparecido de la foto. Y esto no es un descuido, sino una voluntad deliberada del autor, o del editor, o de los canallas del jurado, para matarme simbólicamente.
Evidentemente, no fui el único amigo de Ricardo, ni tal vez el mejor, pero lo fui hasta el final. Tres días antes de su muerte hablamos por teléfono (habíamos convertido en costumbre hacerlo los sábados a mediodía; él desde Valencia, yo desde París), y me confesó estar angustiado, cansado, muy cansado (acaba de sufrir un nuevo infarto), y que quería volver a Barcelona, donde tenía su hogar, su familia, sus libros. Pero su compañera, su secretaria particular, no quería que se fuera, se ponía histérica, y Ricardo me decía que era una mujer cojonuda, pero que él estaba cansado y que quería volver a casa. Cabe preguntarse si esa tensión no aceleró su muerte.
Pues eso: yo, que fui su amigo, compartimos bastantes cosas, y viví en su casa de Madrid, y más veces en su piso de Barcelona (Muntaner, 535), y él estuvo en nuestro piso de París, porque los organizadores de un encuentro sobre Buñuel se habían olvidado de reservarle hotel, y mil cosas más, yo, en fin, sólo aparezco citado dos veces, dos líneas, en este baúl. Por cierto, fui yo quien anunció su muerte a Jorge Semprún, verdadero protagonista de este libro; minutos antes me la había anunciado Joaquín Puig, otro amigo de Ricardo, totalmente ausente de estas páginas.
El autor señala en la página 201 un dato histórico fundamental: en 1954, en Madrid, Nieves Arrazola supo que Jorge y yo éramos hermanos... por la voz. Pero ¿qué hacía yo en Madrid en 1954? Ni una palabra. Pues era el secretario del comité de estudiantes comunistas de Madrid, Múgica, Diamante, Marcos, etc, de los que sí se habla, mientras que a mí me han borrado de la foto.
Hace tiempo que he escrito, dicho y repetido que considero (como al final Ricardo) que el totalitarismo comunista fue peor que el franquismo, y por lo tanto no me vanaglorio de haber sido comunista, pero denuncio la metodología kominterniana del autor. En la página 388 escribe: "Haro Tecglen y Carlos Semprún se intercambiaron venenosos artículos al respeto", y en una nota (pág. 559) hace referencia a un artículo de Haro en El País de septiembre de 1996 y a otro mío, publicado en Libertad Digital. Como nuestro diario nació, en marzo de 2000, no se ve cuál fue el "intercambio", ni por dónde van los tiros.
Aunque ya no tenga la menor importancia, Haro Tecglen y yo sí que intercambiamos insultos, pero yo desde ABC, y todo comenzó cuando recordé que había sido confidente de la embajada soviética en París, a las órdenes de Tuñón de Lara. Haro me trató de traidor, renegado, fascista y chivato, y Ricardo y yo nos reíamos muchísimo de esos y otros insultos, pero no se tragó lo de chivato.
Tomó, Ricardo, la iniciativa de una carta colectiva a El País para protestar contra Haro; además de él, la firmaron López Campillo, Julián Marcos, Javier Muguerza, Sánchez Dragó y algunos más. También recuerdo que, cuando salió Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún (1977), Javier Pradera, en Cambio 16, y esta vez a las órdenes de Fernando Claudín, escribió un artículo muy duro contra el libro, y una de las cosas que criticaba era que demostraba cierta simpatía por Ricardo: ¿cómo es posible?, si Muñoz Suay es un canalla "ladrón y chivato".
No me meteré en los líos de Uninci, que se comentan abundantemente, porque no tuve nada que ver con esa productora cinematográfica, curioso ejemplo de capitalismo comunista, muy extendido hoy en China pero menos en la España franquista. Además, los líos de Ricardo con el PCE comenzaron al principio de los años 60, y yo me largué de esa mierda de PC en junio o julio de 1957. Por lo que me contaron, fue un conflicto empresarial, político y personal. Concretamente, Bardem, que odiaba a Buñuel (se lo oí yo mismo) y quería la productora para él, se enfureció con la llegada del de Calanda con motivo de Viridiana (fue cosa de Ricardo), lo que quitaba a aquél todo protagonismo.
Un día Ricardo me escribe que le han expulsado del PC por "ladrón y chivato" (era lo usual). Voy a ver a Jorge y le digo: "Si le habéis expulsado, mejor para él, pero lo de ladrón y chivato no me lo creo". "Nada de eso –me responde–. Lo que ocurre es que Ricardo y Nieves habían sido invitados de vacaciones a Crimea y, no sabemos cómo, la policía se enteró, y a su regreso le interrogaron, y Ricardo... habló demasiado. En estas condiciones, como es lógico, le hemos apartado del trabajo militante". Pero Ricardo me aseguró que, si era cierto que habían ido a Crimea, a su vuelta ningún policía le visitó, nadie le interrogó, era pura mentira. Una más.
Lo único cierto en esta casa de putas es que Ricardo, estando en un festival de cine en Venecia, recibió en su hotel un mensaje en el que Jorge le proponía cita y "explicaciones", y Ricardo se precipitó, porque si era crítico y lúcido, seguía, sin embargo, embelesado con Jorge.
Pero me doy cuenta de que me estoy perdiendo en naderías, arrastrado por Riambau y sus chismorreos, y no hablo de lo esencial. Escribe aquél que Jorge Semprún y Ricardo Muñoz Suay fueron militantes comunistas, que luego se enfadaron, que luego fueron expulsados, que luego se reconciliaron y que luego se convirtieron en anticomunistas militantes, como si tras ser carnívoros se hubieran hecho vegetarianos o del Madrid se hubieran pasado al Barça. Todo esto es falso: Jorge Semprún no se ha convertido en "anticomunista militante": cuando le conviene es "antiestalinitsta" y cuando le conviene declara que "el siglo XX no se entiende sin la generosidad de los comunistas". O acusa a Jaime Campmany de formar parte de los que fusilaron a los comunistas, y todo por un chanchullo de Canal Plus y los derechos sobre el fútbol. Y cosas peores.
La evolución de Ricardo fue muy lenta, eso sí, pero más sincera y más profunda, y no ha escrito nada semejante. Es cierto que se ilusionó con el PSOE, pero se desilusionó rápidamente, y me decía pestes de González, Almunia y demás. Hasta cierto punto, y salvando las distancias, se acercó al credo político de su padre, burgués liberal, y, por lo que hablamos, no me extrañaría que hubiera votado a Aznar en 1996, pero sin decirlo a su familia... No sé, lo único que sé es que se había convertido en un crítico feroz del totalitarismo comunista y de la izquierda española. Lo cual tampoco está en el libro.
En este libro de sombras sobre la vida de Ricardo falta una, la esencial: la sombra del Gulag, con sus más de 100 millones de víctimas por delito de opinión o por racismo.
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