Disfrutábamos y nos emocionábamos con el despliegue festivo de himnos y banderas y hombres coloridos y heterogéneos bailando alegres en las gradas. Eran los USA, y todos jugaban en casa. Lo único penoso era tener que sacrificar simpatías a medida que el torneo avanzaba y nuestros favoritos se iban cruzando. No era fácil elegir entre la exhuberancia balcánica y latina de Rumania – así lo escribiría un clásico y tópico y así lo sentíamos nosotros – y la frescura sueca, entre Hagi y Raducioiu y Ravelli y Larsson. Pero lo bueno es que sabíamos que ganaríamos con cualquiera. Ganamos con Brasil, a quien apoyamos sin vacilaciones en la final renunciando a Baggio, Pagliuca o Baresi.
Ha pasado mucho tiempo del verano del 94 y me emociono cada vez que veo las imágenes, de blanquecina claridad trasatlántica, de alguno de los partidos. Escribo desde Rumania, e intento recordar cómo veíamos entonces a aquel país. Seguramente amarillo, alegre y simpático, como lo eran su selección nacional y los seguidores que contaba por miles en las gradas de los estadios de béisbol reconvertidos. Me lo pregunto porque doce veranos después, sabiendo todo de él e incluso algo de su idioma, volvió a aparecer Rumania en mi vida, en un nuevo verano de camusiana dicha. Lo hizo a través de A, una maravillosa y jovencísima inmigrante rumana con quien viví dos meses de vigorosa felicidad. Otra vez en mi pueblo, en la misma piscina y por las mismas calles, ya en otros bancos pero en los mismos paisajes. Un amor loco, inverosímil y juvenil. De nuevo facilidad, ligereza y euforia, invulneravilidad y plenitud, olvidadas del todo las complicaciones de una madurez precoz no siempre bien resuelta. El rejuvenecimiento y la recuperación de algunas sensaciones de adolescencia demasiado escasas en su día que creía ya del todo inalcanzables.
Se acabó con septiembre, al que siguieron dos meses de nostalgia y espera en Rumania y el dolor atroz de la ruptura en navidades. Pero para mí A ha de ser, escribo y me convenzo, ese verano del 2006, esa reedición más adolescente que adulta de la Copa del Mundo del 94. Habría de bastarme, aunque no se lo crea un muchacho de 22 años escribiendo a oscuras y tirado en la cama en un pequeño apartamento del Bulevar Magheru de Bucarest. Ese muchacho ha visto revivir dificultades que creía superadas, y escribe para curarse. Vendrán tiempos mejores, se dice, y recuerda que el origen de esta recaída, todavía muy corta pero dolorosa, está en el contagio de ansiedades ajenas. Sabe que no debe, pero no puede evitar restar una hora al reloj e imaginar a A sola, madura y pensativa, como lo fue él, cruzar la Plaza Mayor desierta y oscura bajo la luz mortecina y amarillenta de las farolas y soñar que vuelve y no se acaba el último verano.
Bucarest, febrero de 2007
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