
Disfrutábamos y nos emocionábamos con el despliegue festivo de himnos y banderas y hombres coloridos y heterogéneos bailando alegres en las gradas. Eran los USA, y todos jugaban en casa. Lo único penoso era tener que sacrificar simpatías a medida que el torneo avanzaba y nuestros favoritos se iban cruzando. No era fácil elegir entre la exhuberancia balcánica y latina de Rumania – así lo escribiría un clásico y tópico y así lo sentíamos nosotros – y la frescura sueca, entre Hagi y Raducioiu y Ravelli y Larsson. Pero lo bueno es que sabíamos que ganaríamos con cualquiera. Ganamos con Brasil, a quien apoyamos sin vacilaciones en la final renunciando a Baggio, Pagliuca o Baresi.

Se acabó con septiembre, al que siguieron dos meses de nostalgia y espera en Rumania y el dolor atroz de la ruptura en navidades. Pero para mí A ha de ser, escribo y me convenzo, ese verano del 2006, esa reedición más adolescente que adulta de la Copa del Mundo del 94. Habría de bastarme, aunque no se lo crea un muchacho de 22 años escribiendo a oscuras y tirado en la cama en un pequeño apartamento del Bulevar Magheru de Bucarest. Ese muchacho ha visto revivir dificultades que creía superadas, y escribe para curarse. Vendrán tiempos mejores, se dice, y recuerda que el origen de esta recaída, todavía muy corta pero dolorosa, está en el contagio de ansiedades ajenas. Sabe que no debe, pero no puede evitar restar una hora al reloj e imaginar a A sola, madura y pensativa, como lo fue él, cruzar la Plaza Mayor desierta y oscura bajo la luz mortecina y amarillenta de las farolas y soñar que vuelve y no se acaba el último verano.
Bucarest, febrero de 2007
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