Con 16 años, cursando el antiguo Tercero de BUP (no tan antiguo para algunos), vino a España un hermano de mi padre, antiguo misionero jesuita en Chiapas (fue él quien me bautizó improvisando el segundo nombre de pila), quien abandonó la sotana para casarse con una indígena chiapeña y economista, con el deseo de visitar a sus numerosos hermanos (eran entonces catorce, creo recordar). A la sazón trabajaba como profesor del departamento de Teología en la pequeña Universidad de Colima (ahora no sé muy bien a qué se dedica), y en cuanto pudo se acercó hasta mí a entregarme algo que traía desde Méjico. “Ten, sobrino, que no me fío de tu padre”.
Aquel inesperado regalo era la copia de su última conferencia titulada La metafísica de la vida. Un trabajo de unas cuarenta páginas sobre la vida y obra de un filósofo francés, don Enrique Bergson, al cual, en las propias palabras de mi augusto tío, “le debo mucho”.
Aquel fue mi primer encuentro con la metafísica pura y dura (si exceptuamos la enseñanza del Catecismo católico, metafísica pura y dura, justo reconocerlo), y de dichos polvos estos lodos. Esa cita novicia con el pensamiento abstracto marcó el curso de lo que me quedará de vida. Desde entonces, le cogí afición a esto del teorizar mal que bien. Tras esa primera lectura, mi tío me hizo llegar una traducción de La evolución creadora, la magna obra bergsoniana, y ya nada fue lo mismo. Por vez primera me di cuenta de que había personas en el mundo que se dedicaban a cosas ciertamente apasionantes. Aquella biografía, la de un niño prodigio judeofrancés que, interesado por el mundo de la filosofía en su juventud, abandona su prometedora carrera como físico para dedicarse a la reflexión pura y dura, y que acaba muerto en medio del abandono y la pobreza más absolutos en el París nazi de Vichy, dio un vuelco a mi apacible y despreocupado devenir.
Desde entonces, debo reconocerlo, a monsieur Bergson le tengo un cariño enorme. Sigo pensando que Francia, y en general todo Occidente, le deben una disculpa. Fue muy seguido en vida, la gente se pegaba por asistir a sus lecciones magistrales, pero a su muerte no dejó ni escuela ni seguidores. Sus teorías sobre la evolución de la vida, sobre el nous aristotélico, sobre la experiencia mística, sobre la moral abierta y cerrada y su diferencia con la ética, esa suerte de existencialismo jovial y alegre que profesó este Premio Nobel de Literatura (1927) las he ido rumiando en la más absoluta de las soledades. Y mantengo que aquel primer encuentro fue decisivo (y para bien) en mi humilde biografía. Pronto, enseguida, espoleado por el atractivo de sus libros, me atreví con la filosofía a cara de perro. Ortega, Kierkegaard, Unamuno (uno de mis preferidos), el inevitable Nietzsche (¿qué adolescente interesado en las cosas del pensar no ha leído a Nietzsche sin sentir una admiración rendida?) y por supuesto don Carlos Marx constituyeron el cuerpo de mis primeras lecturas filosóficas entre los dieciséis y los diecisiete años. Pero siempre pasados por el tamiz del gran pensador francés (y de una educación nacional-católica, por supuesto). Mi tío, que de tonto no tenía un pelo, sabía perfectamente lo que hacía. “Te ahorré todas tus posibles veleidades totalitarias” (¿qué opinión tendría de mi familia mi querido y desconocido tío?).
De ahí a profesar la misma fe de mis mayores medió un pequeño paso. En esa difícil etapa, en la que uno descubre su propia individualidad, tener a mano la ayuda inestimable de algunos de los más grandes pensadores de nuestra historia conocida es algo que debiera ser obligatorio. De Bergson a Menéndez Pelayo, podría resumirse el camino emprendido por aquellos años. El último año de la carrera, todo lo que pude leer de don Marcelino y de otro genial autor, Gustavo Bueno, ayudó a consolidar un conjunto de ideas que se cimentaron un buen día en que aquel extraño hermano de mi padre, de largas barbas y extraño acento, se acordó de su sobrino y le regaló un pequeño trabajo suyo a medio camino entre la teología y la física. Y ahí sigo, pensando que don Enrique Bergson tenía, en lo fundamental, mucha razón. Por muchos darvinistas que me pongan por delante cual cantos de sirena, los creyentes podemos seguir agarrándonos a esa suerte de esprit de finesse pascaliano que tuvo a bien dejarnos un judío enamorado de nuestros Juan de
Maritain, el gran neoescolástico francés del XX, dijo de Bergson que le había aportado mucha luz y muy pocas sombras (aquel era de los que no faltaban nunca a sus abarrotadas clases). Y eso lo decía un hombre, santo y seña de la ortodoxia vaticana, de otro que acabó formando parte del Índice de Autores Prohibidos. No quiso Bergson bautizarse al final de sus días porque en el París de 1940 sus hermanos de sangre estaban siendo perseguidos por una asquerosa ideología. Un gesto de infinita grandeza. Rechazó la ayuda de sus amigos, “correré la suerte de los míos”. Un ejemplo de dignidad y de entereza frente a la vida, de los que andamos tan faltos en estos días. Hay autores más relevantes en este comienzo del XXI, los hay con mejor prensa, con moradas mejor acabadas. Ahí están los ejemplos de Heidegger, de Wittgenstein, de Habermas, de Adorno, de Popper o de Gramsci, pensadores que han tenido una posteridad más fecunda, pero éstas son unas cuantas palabras dedicadas al reconocimiento del primer hombre que me enseñó a reflexionar sobre el mundo que nos rodea y ese otro mundo que no se ve a la primera. Esa alegría que transmitía este huesudo y alopécico judío errante aun no se ha apagado en su humilde lector. Decía Unamuno que la misión principal de su vida y por la que quería ser recordado era incitar al pensamiento entre sus lectores. Al menos conmigo, don Enrique Bergson lo consiguió. Puede que el siglo XXI nos haga a todos aun más escépticos y duros de corazón, tal vez, pero lo que no conseguirán todas las nuevas generaciones de hombres cargados de soberbia y autosuficiencia será que me olvide de mi primer maestro.
Hay cabañas más suntuosas. ¿Quién es Bergson en nuestros días? Las hay más prometedoras, más prácticas, “de mejor tono”, pero todas por completo alejadas de cualquier idea de trascendencia. Maritain (hay que ver lo mucho que está saliendo en este post) decía que el único sostén válido para
(Escrito por Edgardo de Gloucester)
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Los partidarios de las teorías de la conspiración mantienen que el dinitrotolueno no es un ingrediente de la Goma 2 Eco, aunque sí del Tytadine, el explosivo favorito de ETA. Se basan en las fichas de seguridad de ambos productos, redactadas respectivamente por UEE y Titanite, las empresas que los comercializan. Pero esa afirmación carece de validez ateniéndose al contenido exacto del informe. Los peritos compararon los restos recogidos en los lugares de las explosiones con la muestra patrón de Goma 2 Eco enviada por el fabricante para su análisis policial y esta muestra patrón, como recoge el propio documento contaba entre sus componentes con el dinitrotolueno, a pesar de su ficha de seguridad".