El testigo entronizado, a pesar suyo
Conferencia pronunciada por Ana Nuño
El testigo entronizado, a pesar suyo[1]
Voy a intentar abordar un tema de capital importancia: la relación entre memoria subjetiva y discurso histórico. Desde luego, puede parecer, más que pretenciosa, meramente retórica una afirmación enfática de la importancia de este tema, habida cuenta de que los historiadores, al menos desde Tucídides, precisamente han asentado las bases epistemológicas de su disciplina, por un lado, en la distinción de testimonio directo de los hechos y contrastación y verificación del contenido de fuentes indirectas (documentos oficiales, archivos de materiales de diversas procedencias) y, por otro, en el encaje, no siempre fácil de llevar a cabo, entre estas dos fuentes de información. De alguna manera, afirmar la importancia de la relación entre memoria subjetiva y discurso histórico no pasaría de ser un gesto vano y reiterativo o, para decirlo con la consagrada expresión francesa, un derribar puertas desde hace mucho tiempo abiertas.
Sin embargo, este asunto vuelve a merecer nuestra atención hoy. Reformularé, pues, la cuestión. No sólo se trata de un tema de capital importancia y sobradamente reconocido como tal, sino que su renovado interés se desprende del hecho mismo de que esa evidencia se vea actualmente enturbiada, opacada por el auge de un nuevo paradigma epistemológico, que bien podríamos llamar el paradigma del relativismo. Sobre todo después del 11 de septiembre de 2001, este fenómeno ha ido acrecentándose y ahondándose en nuestras sociedades. A lo que asistimos, y lo que se ha convertido en habitual modo de comentario, interpretación y análisis de los acontecimientos históricos, es a la yuxtaposición de discursos vagamente autorizados (obra de especialistas y también de pseudo especialistas), cada uno de los cuales afirma o niega, estima o desestima los hechos a discusión y debate, pero ninguno de los cuales aspira al establecimiento de “la verdad histórica”. De hecho, la aplicación de la doxa de lo políticamente correcto consiste en partir de la presuposición de que tal cosa como una verdad, mucho más si aspira a la verificación de sus postulados, es una forma de engaño o autoengaño.
Un marxista de vieja escuela diría que “la verdad objetiva” es un constructo de la superestructura ideológica, destinado a ocultar la realidad subyacente de las formas de explotación que realmente tienen lugar y que se plasman en la infraestructura de las relaciones entre las clases, única realidad ésta digna de ser atendida. Valga lo que valga el esquema marxista. Por mi parte, pienso que adolece del defecto de toda hermenéutica de las profundidades, del que el método cabalístico procura un buen paradigma; ese defecto, el defecto de las hermenéuticas abisales, es el de desestimar o infravalorar lo realmente comprobable en aras de la búsqueda de una verdad oculta, a menudo de difícil comprobación en el terreno empírico. Me detengo en este punto un instante para manifestar mi perplejidad ante la reciente evolución del pensamiento de “las izquierdas” en Occidente. Después de todo, el marxismo, acertado o no en sus diagnósticos e históricamente rebatido en sus predicciones, lo fiaba todo al conocimiento y análisis de al menos un tipo de realidad, objetivable y descriptible, por más que hubiera que bucear en el mar de las apariencias para dar con ella. Los nietos y bisnietos del marxismo, las izquierdas progresistas de hoy, se han desembarazado incluso del prurito de buscar y conocer la verdad y someterla a escrutinio. El relativismo, que es la auténtica ideología de izquierdas de nuestro tiempo, aplicado al examen de acontecimientos históricos, conduce inevitablemente a dar por buenos, o al menos por igualmente aceptables y equiparables epistemológicamente, los postulados verificables y las meras opiniones no sometibles a verificación. El efecto de la adopción de este enfoque ecléctico para cualquier disciplina que busque el establecimiento de la verdad es devastador, y llevado a sus últimas consecuencias supone, si no el sueño, al menos la duermevela de la razón. Y ya sabemos que el eclipse de la razón produce monstruos.
Uno de los monstruos más conspicuos y aterradores al que nos toca enfrentarnos, día sí y otro también, es la aceptación equidistante de los opuestos, con su inevitable corolario: la desactivación o desestimación y aun negación de ambos. Y uno de los más perversos ejemplos de ello es la multiforme presencia de discursos negacionistas capaces de convivir con la masiva evidencia de las investigaciones históricas acerca de la Shoá. El relativismo conduce a esto, a un aberrante espectáculo en el que, en el mismo escenario y bajo las mismas candilejas, coexisten la palabra testimonial de los sobrevivientes de la destrucción de los judíos europeos y la palabra delirante y asesina de Ahmadinejad.
El negacionismo es un fenómeno viejo de más de cuatro décadas, pero recientemente sus manifestaciones se han vuelto más peligrosas si cabe, gracias al señalado relativismo ambiente y también a su oficialización en el mundo islámico, una oficialización ahora descarada, si bien conviene recordar que los temas y tesis negacionistas han gozado siempre de muy buena prensa en los países islámicos, y no sólo en el Irán de los Ayatolás, sino, por citar sólo un ejemplo de los más llamativos, en uno de los escasos países islámicos que ha aceptado la existencia de Israel, en Egipto. También otro factor, además del relativismo occidental y el empuje del islamismo, ha venido a añadir virulencia a la propaganda negacionista. Ese factor es el que da título a mi conferencia de esta noche: la elevación del testimonio y de la figura del testigo a instancia suprema de verificación de la Shoá como acontecimiento histórico.
Quiero disipar cualquier malentendido, consciente como soy de que diciendo lo que digo se podrían interpretar mis palabras en el sentido de un reproche de inexactitud a los sobrevivientes de la Shoá que han testimoniado de este suceso. Las víctimas y los testigos de la Shoá no sólo son dignos de respeto, sino que deben ser escuchados con el máximo grado de atención. Como insistía una y otra vez Primo Levi, escuchar al sobreviviente es no sólo un acto de conocimiento, sino también de reconocimiento. Vale decir, es un acto moral. Además, el testimonio de quienes fueron deportados a los campos de exterminio nos ofrece una posibilidad extraordinaria, que no tiene precio: la de alcanzar a escuchar, para utilizar la expresión de Annette Wieviorka, « el murmullo de los muertos sin voz ».
Y sin embargo, es imposible no constatar que el relativismo florece a sus anchas en un contexto en el que a la palabra testimonial se le atribuye más fuerza legitimadora que al discurso histórico, un discurso que forzosamente se autoimpone la contrastación de fuentes de naturaleza diversa y diversa procedencia. Esto parece una aporía, y de hecho lo es: cuanto más prevaleciente o primordial sea para el establecimiento y análisis de los hechos la voz del testigo, más fácil resultará la relativización de su mensaje. Porque si todo se reduce a conferirle auctoritas a la voz que dice “yo estuve ahí y confirmo que tal cosa vi y padecí”, del mismo modo se atenderá a la voz que dice “todo testimonio puede proceder de la manipulación de la memoria o de una voluntad de propaganda ideológica”.
Dicho de otra manera, el problema no estriba en la naturaleza de los testimonios, en la mayor o menor conformidad del relato testimonial a otras fuentes documentales, sino en el estatus o rango que ha acabado asignándoseles a la voz testimonial y la figura del testigo. La figura del testigo no es ya sólo una instancia dotada, según los contextos en los que se produce el testimonio, bien de funciones jurídicas, en el marco de un proceso, o bien indiciales y corroborativas para el historiador que busca describir una realidad histórica dada. El concepto mismo de “testigo” ha acabado desdibujándose parcialmente a fuerza de asignársele motivaciones, funciones y alcances o significaciones muy diversos. Hoy en día, testigo no es ya solamente (solamente, valga decir primordialmente) “aquella persona que vio o escuchó algo y que está en capacidad de certificarlo”, sino todo aquel que se siente investido o es investido por otros para testimoniar acerca de un hecho o suceso acerca del que, como mínimo, ha oído hablar. Hemos tenido ejemplos de esta ampliación de la definición del testigo en procesos judiciales recientes, tanto el que se sigue instruyendo en La Haya contra los criminales de las guerras de los años 90 en la ex-Yugoslavia como en el tribunal especial habilitado en Kigali para juzgar las masacres de tutsis en Ruanda en 1994.
La sed testimonial de nuestra época, alimentada por una judicialización creciente de todos los ámbitos de la vida pública y por la “pulsión memorial” plasmada en esa otra forma de judicialización extrema, la judicialización de la Historia que hoy lleva por nombre “memoria histórica”, esa sed testimonial ha contribuido poderosamente a una redefinición del estatus del testigo y, simultáneamente, a la erosión, banalización y consiguiente pérdida de fuerza de la función validante del testimonio.
Aduciré dos ejemplos recientes, extraídos no ya del terreno de la política sino del ámbito literario, para ilustrar esta “deriva” y banalización de la figura del testigo. El primero, de actualidad, es la novela Les Bienveillantes,[2] de Jonathan Littel, que ha recibido este año el Premio Goncourt, el máximo galardón de las letras francesas. Como saben, esta novela de cerca de 900 páginas ofrece el relato de un SS sobre las atrocidades cometidas por los nazis, especialmente por los Einsatzgruppen. No voy a entrar aquí, porque no es esa la finalidad de la charla de hoy, en la pequeña polémica suscitada en Francia por el libro; tan sólo destacaré que el hecho de que el autor haya decidido “vestir” su relato ficcional con los rasgos característicos de una deposición testimonial es un indicio claro de la prevalencia de la voz del testigo –de su “entronización”– e ilustra las derivas a las que este fenómeno puede dar lugar. El libro de Littel tiene un lejano precedente en La muerte es mi oficio, de Robert Merle,[3] las memorias imaginarias de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, una novela que en su momento fue violentamente criticada por Jean Cayrol. Pero la recepción que está teniendo el reciente premio Goncourt es mucho más complaciente y acomodaticia. Me parece que Claude Lanzmann, con cuyas posturas acerca de la Shoá y sobre todo acerca de sus posibles modos de representación no siempre coincido, ha dado esta vez en el clavo al argumentar que éticamente la novela de Littel es reprobable porque “el verdugo carece de memoria”. La figura del verdugo testimoniando es una anomalía, y lo es porque es absurda, carente de sentido o finalidad moral. El testimonio, que siempre conserva trazas de su origen judicial, es esencialmente testimonio de una transgresión de la que el testigo ha sido, como poco, espectador, y muy a menudo también víctima. Por eso mismo los verdugos, los asesinos siempre callan. Sus actos están más allá de las palabras, pero no en virtud de algún abstruso imperativo metafísico, sino porque hablar de ello equivaldría a asumir la función indicial del testigo, vale decir equivaldría a decir “yo estuve allí”. Tratándose de un crimen, quien allí estuvo sólo puede agregar una de estas dos frases: “y yo lo ví o padecí” o “y yo lo perpetré”. Aunque sólo sea por banal instinto de supervivencia, el verdugo no puede siquiera comenzar a testimoniar de su crimen.
El otro ejemplo es el de un libro cuya publicación se remonta a poco más de diez años, en lo que hace a su aparición, y seis en lo que respecta al desvelamiento de su impostura. Su autor, Binjamin Wilkomirski, músico y clarinetista de profesión, publicó en 1995 un libro testimonial con el título Fragmentos. Memorias de una infancia en tiempos de guerra, 1939-1948.[4] En él se relatan en primera persona y son presentados como hechos autobiográficos episodios espeluznantes de la persecución, deportación, internamiento en los campos y exterminio de la familia del autor, procedente de Riga, así como el azar que le permitió a su protagonista y testigo sobrevivir a una muerte casi segura. El relato se extiende hasta la liberación de Wilkomirski de uno de los campos alemanes y su traslado a un orfanato en Cracovia, antes de su instalación definitiva en Suiza. Después de décadas de silencio y torturadores recuerdos, Wilkomirski finalmente se habría atrevido a poner por escrito el relato de sus terribles experiencias.
El libro de Wilkomisrki, publicado originalmente por uno de los sellos de la prestigiosa Suhrkamp Verlag, conoció un inmediato éxito y se tradujo a más de diez lenguas. Hubo críticos que lo compararon con Primo Levi y Elie Wiesel, incluso con Anna Frank. Wilkomirski fue solicitado en países europeos y Estados Unidos para participar en programas de radio y televisión, y varias entrevistas con él se publicaron en la prensa literaria de mayor prestigio, desde el New Yorker hasta Granta. En estas apariciones entró en detalles que no consignaba en su libro: había sido internado nada menos que en Majdanek y Auschwitz y sobrevivido a experimentos médicos.
En 1998, un periodista suizo, Daniel Ganzfried, publicó en Weltwoche un artículo en el que cuestionaba la veracidad del testimonio de Wilkomirski. Reveló que el verdadero nombre del autor era Bruno Grosjean y que no había nacido en Letonia sino en Biel, en Suiza, en 1941. Su madre, Yvonne Grosjean, lo entregó a su nacimiento al orfanato de Adelboden, donde fue adoptado por una pareja acomodada de Zürich, los Dössekker.
Inicialmente no se dio fe al artículo de Ganzfried, el establishment literario y mediático cerró filas en torno a Wilkomirski. Hubo que esperar la publicación, dos años después, en 2000, de un informe elaborado por el historiador suizo Stefan Maechler (por cierto, a petición de la propia agencia literaria que tenía en cartera a Wilkomisrki). El informe de Maechler corroboró lo sostenido por Ganzfried, aportando pruebas documentales que el periodista no había podido obtener. Maechler describía, con todo lujo de precisiones, cómo Grosjean había dedicado buena parte de su vida a elaborar detalle a detalle de la vida del ficticio Wilkomirski.
Éste sin duda les recordará otro caso sonado de impostura, el de quien durante décadas fue presidente de la Amical Mauthausen en Cataluña. Pero lo sucedido con Wilkomirski es revelador de algo más que una falsificación de personalidad. Si el suizo pensó que podía hacerse famoso y ganar dinero impostando la personalidad de un testigo de la Shoá, ello apunta claramente a esa banalización de la figura del testigo a la que antes me he referido.
Por todo ello no es de extrañar que los historiadores hayan sido los primeros en dar la voz de alarma o, al menos, en manifestar su desconfianza en la sola palabra testimonial como instrumento de validación del relato histórico. El pionero, en esto como en otras cosas, fue Raul Hilberg, en una época en que el fenómeno señalado aún era incipiente. Hilberg, a la hora de elaborar esa cima de la historiografía de la Shoá que es La destrucción de los judíos europeos, deliberadamente rechazó basarse en testimonios orales de sobrevivientes o referirse a obras literarias escritas por ellos y basadas en la experiencia de la deportación y el exterminio. Lo que no quiere decir, de ninguna manera, que haya desestimado los documentos testimoniales; para probarlo está su labor de rescate, contextualización y difusión del Diario de Adam Czerniakow, el presidente del Judenrat del gueto de Varsovia, quien acabó suicidándose al producirse la “liquidación” del gueto. Por cierto, este documento de altísimo valor, y no sólo testimonial sino también ético, ha sido traducido a varias lenguas desde su primera edición íntegra en inglés en 1979, pero aún aguarda ser traducido al castellano o al catalán. Aunque mejor dejo esto de lado, porque haría falta al menos otra conferencia para describir y analizar las lagunas editoriales que sobre todos los aspectos de la Shoá subsisten en estas latitudes, así como para señalar la a mi modo de ver nada extraña coincidencia de que en España la recepción de la Shoá sea notoriamente deficiente y que este país siga siendo el más antisemita, en cuanto a transmisión y pervivencia de estereotipos negativos acerca de los judíos y de Israel, de todas las democracias occidentales desarrolladas.[5]
Resumo lo esencial de lo dicho hasta ahora, en lo que hace a la figura del testigo y el valor de los testimonios. La utilización de ambos con fines instrumentales en ámbitos que exceden los contextos de los que derivan su legitimidad de origen tiene al menos dos consecuencias. Primero, el recurso exclusivo al testimonio, desligado de esos contextos –el contexto judicial, en el que opera como complemento y apoyo de las pruebas, y el contexto histórico, en el que permite al historiador contrastar la veracidad de las trazas documentales–, lo deja inerme ante la tentación de travestirlo y pervertirlo en su significación y alcance. Una significación y un alcance que por sí solos no poseen, y que sólo puede conferirle su inserción en la reconstrucción de las condiciones históricas en las que se produjeron los hechos referidos por el testigo, así como también en aquellas otras en las que se produce el testimonio. Y segunda y muy importante consecuencia: la descontextualización e instrumentalización de los testimonios a la vez autoriza y refuerza la relativización de la “verdad objetiva”. Las políticas conmemorativas, el culto al recuerdo y la memoria, la amplitud e importancia de proyectos museográficos de temática histórica, en suma, la patrimonialización pública de la “memoria histórica” es el contexto en el que la palabra del testimonio es exaltada y entronizada acríticamente.
Como es lógico o esperable al menos, la legitimidad institucional que los poderes públicos otorgan a los proyectos de revisión de la historia ha puesto en el centro de la palestra a sociólogos e historiadores. Vale la pena detenerse un momento en el análisis que de este abigarrado contexto general hacen sobre todo los profesionales de la historia, no sólo por el papel protagonista del que se han visto investidos, en la mayoría de casos a pesar suyo, sino también porque son ellos quienes, conscientes de lo que está en juego, han comenzado a analizar los mecanismos “memoriales” y sus efectos en la búsqueda de la tan denostada “verdad objetiva” de la historia. Voy a referirme únicamente a los historiadores franceses adscritos a la disciplina conocida como “Historia del tiempo presente” o también “Historia muy contemporánea”.
Esta disciplina nació en Francia a fines de la década de 1970 en reacción a lo que algunos historiadores consideraban como deficiencias y lagunas de la escuela historiográfica francesa más eminente del siglo XX, la escuela de Annales, fundada por Lucien Febvre y Marc Bloch. Annales puso por primera vez ante el foco de atención de los historiadores la elucidación del impacto en los acontecimientos históricos de todos los factores contemporáneos a los mismos que la Historia, la disciplina histórica, dejaba de lado en sus análisis: la economía, lo social, la religión, las creencias, las mentalidades. Esto tuvo consecuencias muy importantes de orden metodológico: con Annales, la Historia dejó de ser un compartimiento más o menos estanco para convertirse en una actividad pluridisciplinar. El historiador había de ocuparse no solamente de la descripción más fidedigna posible de los acontecimientos históricos (guerras, invasiones de territorios, conflictos dinásticos o sucesorales, revoluciones). Si la Historia aspiraba a dar de un momento determinado la imagen más fiel a la complejidad de la realidad, debía también recopilar, analizar e interpretar los datos, todos los datos de las diversas facetas de esa realidad multiforme.
En los años 70, el grupo de historiadores que manifestó sus críticas a Annales argumentó su disconformidad no con la metodología de esta escuela, sino con su alcance hermenéutico. Había un punto ciego en Annales: los historiadores que pertenecían a esta escuela se mostraban reacios o impotentes a la hora de aplicar sus métodos a los grandes acontecimientos contemporáneos, a los grandes sucesos del siglo XX, un siglo rico en traumatismos de gran amplitud y devastadoras consecuencias: la revolución comunista, graves crisis económicas, dos guerras mundiales, guerras de descolonización, el genocidio de los judíos europeos y docenas de masacres masivas.
Animados por la intención de aplicar al campo de lo contemporáneo las herramientas de la escuela de Annales, estos historiadores se vieron rápidamente confrontados a un problema metodológico que, por razones obvias, sus antecesores no tuvieron que resolver: la importancia a asignar al testimonio oral de testigos y sobrevivientes y la posibilidad misma de utilizar este material como vehículo de información factual en sus trabajos. No entraré aquí en las diferentes soluciones que han dado los historiadores del tiempo presente a este problema, lo que sería y es materia de un curso universitario. Baste con decir que fue precisamente la búsqueda de soluciones a este problema, el del enfoque historiográfico y tratamiento metodológico más adecuado a dar a los testimonios como fuente de elucidación de la verdad histórica, lo que ha permitido que esta disciplina cobre consistencia.
De paso, los nuevos enfoques y tratamientos del testimonio se han plasmado en obras fundamentales para la comprensión de los fenómenos históricos del siglo XX. Esto es particularmente cierto en el caso de la historiografía de la Shoá. Puede decirse que tras la publicación de estudios como Los Libros del recuerdo, de Annette Wieviorka e Itzhok Niborski; El síndrome de Vichy, de Henry Rousso, y Deportación y genocidio, también de Wieviorka,[6] se ha normalizado la inserción en el relato histórico de los testimonios orales de sobrevivientes y testigos de la Shoá.
Desde otro ángulo, puede también decirse que este tipo de investigaciones históricas permite afinar, matizar y completar el muy detallado cuadro ya trazado por Hilberg. Asimismo permite ir más allá de lo que Hilberg se autorizó a investigar. La realidad económica, administrativa, judicial, policial y penitenciaria de la Shoá aparece exhaustivamente descrita en la summa de Hilberg, pero estos otros estudios hacen visible con gran nitidez el iceberg oculto tras la masa de cifras y documentos oficiales: los rostros, las experiencias, el sufrimiento, el abandono, la soledad y la muerte de las víctimas de aquella gran maquinaria de destrucción.
Hay un valor añadido a esta operación de humanización de la inhumana maquinaria de destrucción nazi, y esa dimensión, además, es propiamente judía. Quiero decir con ello que la labor realizada por estos historiadores, con independencia de que ellos sean o no judíos, entronca con una tradición vivaz en todo el judaísmo, pero muy especialmente entre los judíos de la Yiddishkeit, precisamente la colectividad, la cultura, el modo de vida que desapareció aniquilado por la Shoá. Para esta colectividad, los Memorbukh eran una de sus tradiciones más consolidadas. Cada Kehilá, cada comunidad judía, tenía su Memorbukh, en el que se recogía el martirologio de sus habitantes; de quienes, por ejemplo, en medio de las masacres que acompañaron las cruzadas, habían perecido por el Kiddush HaShem, la Santificación del Nombre. Los llamados libros del recuerdo, los Yizker-bikher, se sitúan en la confluencia de dos tradiciones específicamente judías y notablemente desarrolladas por la colectividad ídish: la memorialista del Memorbukh y la de la escuela historiográfica judía aparecida después de la Primera Guerra, que adaptó a la historia de los judíos los métodos contemporáneos utilizados por historiadores especializados en otros ámbitos. La aplicación de la metodología de los historiadores del tiempo presente al estudio de la destrucción de los judíos europeos ha tenido esta feliz consecuencia: el rescate de una tradición memorialista y su inscripción en el campo de la Historia, vía la aceptación del testimonio como materia historiable.
A estos trabajos debemos también algo muy valioso: después de leerlos es imposible seguir aplicando los viejos esquemas de pseudo-explicación del comportamiento de verdugos y víctimas que fueron dominantes, no hay que olvidarlo, hasta los años setenta. Ni los verdugos eran, en la inmensa mayoría de casos, monstruos pervertidos y sádicos, ni las víctimas fueron, según la consagrada y terriblemente injusta expresión, “ovejas que se dejaron mansamente llevar a las cámaras de gas”. De golpe, la pormenorizada descripción de comportamientos, reacciones, conductas en contextos muy precisos y complejos no sólo no se deja ya reducir a estereotipos en el fondo consoladores para quienes no tuvimos que padecer aquellas situaciones extremas, sino que nos interpela directamente a nosotros, hoy. Porque si los verdugos no eran monstruos ni las víctimas fueron débiles, lo que cabe es tomarse muy en serio la interrogación acerca de lo que el hombre, todos los hombres puedan llegar a ser y hacer en circunstancias extremas.
Pero hay más. La escuela de Historia del tiempo presente, al franquear el paso del testigo al ámbito del relato veridiccional histórico, ha sido llevada a interrogar, a problematizar el estatus mismo del testimonio como materia historiable. Conviene señalar la singularidad de esta revisión del propio instrumental de trabajo de los historiadores. Esa singularidad es doble. Por un lado, muchos de los historiadores que inician este movimiento crítico se especializan en Historia de la Shoá. Por otro lado, el desencadenante de este movimiento es un hecho único: por primera vez en la historia de una masiva destrucción en el marco de una guerra, los hechos a determinar, sopesar, evaluar y relatar no se limitan a lo realmente acontecido, ni las trazas de los acontecimientos se ciñen única o principalmente a los documentos contemporáneos. Por primera vez, para comprender y relatar lo sucedido, el historiador tiene forzosamente que enfrentarse a y tomar en consideración una masa de testimonios de sobrevivientes que es imposible obviar, a la vez por su volumen, por su naturaleza heterogénea, y además por ser productiva con el paso del tiempo: una proporción nada desdeñable de “primeros testimonios” se han producido años, incluso décadas después de los acontecimientos. Es cierto que hay un precedente: la Primera Guerra Mundial dio origen, por primera vez, al fenómeno del relato testimonial de los acontecimientos. Pero la masa documental testimonial de estos dos sucesos no admite comparación, ni por la amplitud de los testimonios ni por la diversidad de los mismos, y ni siquiera por la naturaleza de los autores de los testimonios, ya que la mayoría de los relatos de la Gran Guerra son obra de soldados que participaron en la contienda, y prácticamente no se produjeron testimonios de sus víctimas.
En una segunda etapa, estos historiadores se han propuesta buscar respuestas a preguntas de no poco alcance. Citaré sólo algunas de ellas.
¿Qué relación crítica establece el historiador con el testimonio? ¿Qué peso le confiere en la elaboración de su relato histórico? ¿Cómo es llevado por los testimonios a modificar, por ejemplo, la periodización de su estudio o la selección de otros documentos? También, estos historiadores han comenzado recientemente a indagar en el régimen de historicidad de los testimonios; esto quiere decir que el historiador se pregunta por qué los testimonios fueron valorados y recibidos de maneras diferentes, por ejemplo, y este es un ejemplo canónico, según se produjeran en el marco del Juicio de Nuremberg, entre noviembre de 1945 y octubre de 1946, o en el marco del Juicio a Eichmann, entre abril y diciembre de 1961. De hecho, la historiadora que más de cerca ha estudiado la variabilidad en la recepción y el estatus de los testimonios de la Shoá, Annette Wieviorka (quien ha dedicado un libro a la descripción detallada del proceso de Nuremberg[7]), fue la primera en señalar lo que evidentemente hoy nos parece una anomalía: que en Nuremberg hubo muy pocas deposiciones testimoniales. Exactamente sesenta y una a petición de la acusación y treinta y tres por la defensa. Y es extraordinariamente llamativo que para asentar testimonialmente la realidad de la aniquilación de los judíos europeos, la acusación propusiera y el tribunal aceptara oír a un solo testigo: el poeta Abraham Sutzkever. Como también es revelador de la percepción que se tenía entonces de la magnitud y las consecuencias de esa aniquilación (no sólo traducible en pérdidas de vidas humanas, sino también en le desaparición casi completa de una cultura y una lengua, la cultura y la lengua ídish) que los jueces soviéticos que integraban el tribunal se opusieran a que Sutzkever depusiera en ídish, tal y como este testigo había pedido hacerlo. De hecho, se vio obligado a hacerlo en ruso.
Del mismo modo, Wieviorka y otros historiadores consideran que el juicio a Eichmann constituye el inicio de esa “entronización” del testigo y los testimonios más allá del ámbito judicial, el comienzo de lo que esta historiadora llama “la era del testigo”.[8] Como todos sabemos, tanto Ben Gurion como el presidente del tribunal de Jerusalén, Gideon Hausner, quisieron que ese proceso no se limitara a “hacer justicia”, sino que fuera “una lección de historia”. Hausner escribe, en su propio relato del proceso[9]: “En todo proceso, la demostración de la verdad y el pronunciamiento de un veredicto, aunque esenciales, no son la única finalidad de los debates. Todo proceso incluye una voluntad de rectificación y la búsqueda de la ejemplaridad.” En cuanto a Ben Gurion, en una carta oficial hecha pública el 27 de mayo de 1961, ya iniciado el proceso, es aún más explícito en cuanto a lo que era relevante en el proceso a Eichmann: con este acto de justicia se pretendía “recordarle a la opinión pública mundial de quiénes son adeptos los que actualmente planean la destrucción de Israel, de quiénes son cómplices, conscientes o inconscientes”.[10]
Este ejemplo baste para comprender que la significación y el alcance de los testimonios y los testigos pueden cambiar, a veces radicalmente, en función del contexto y las intenciones, entre otras políticas, que rodean su aparición. Y no se piense que la situación actual no está asimismo condicionada por factores de esta índole. Es significativo el hecho, por ejemplo, de que el formato impuesto por la Fundación Spielberg a las entrevistas testimoniales grabadas y conservadas en su enorme archivo “Historia Visual de los Sobrevivientes de la Shoá” aplique un único y rígido patrón a los testimonios, mediante el cual el testigo tiene que concluir su testimonio pronunciando unas palabras acerca de lo que él piense sean las “lecciones” que las generaciones posteriores a la Shoá deben extraer de las experiencias relatadas. El testimonio tiene aquí, a todas luces, esa función ejemplarizante a la que se refería Hausner y que Ben Gurion quiso conferirle al proceso a Eichmann.
Por último, yo también me voy a permitir una licencia ejemplarizante. Hemos visto que el testimonio de los sobrevivientes y la figura del testigo han sido llevados de una posición marginal para el discurso histórico a ser considerados por algunos historiadores como un elemento central en el estudio de fenómenos históricos recientes y contemporáneos de gran alcance, sobremanera la Shoá. Pero también ha podido verse que el testigo y su testimonio pueden fácilmente ser instrumentalizados en la consecución de fines que poco o nada tienen que ver con la elucidación de la verdad de los acontecimientos que sus palabras atestiguan. En un contexto como el actual, en el que la búsqueda de “la verdad” es sistemáticamente denunciada como una quimera por los relativistas de todo pelaje y en el que en la arena pública se descubre que es posible sacar réditos (institucionales y asimismo electorales) de la explotación y manipulación de los sucesos históricos del pasado, más que nunca es aconsejable atemperar el valor ciertamente único de los testimonios con el rigor de la contrastación con otras fuentes. Y si es cierto, como afirma Wieviorka, que ha comenzado “la era del testigo”, deberíamos ser más cautelosos en nuestras demandas a los testimonios. Los testimonios, dice esta historiadora, “interpelan el corazón, no la razón, suscitan compasión, indignación, a veces rebelión. Estos sentimientos son muy respetables, pero no deben hacernos olvidar que la verdad individual es también una verdad parcial.”[11] La valorización extrema de los testimonios, el hecho innegable, contra el que ya protestaba Primo Levi, de que esperamos del testimonio muchas más cosas de las que puede darnos, no solamente lecciones sobre la historia sino también lecciones de vida, respuestas a múltiples interrogaciones sobre nuestro presente y futuro, esta tendencia puede conducirnos a no percibir lo realmente acontecido sino como una yuxtaposición de relatos individuales y, por ello mismo, altamente relativizables.
El testigo es portador de una verdad individual que fuerza el respeto, de una experiencia de vida que inspira compasión y admiración. Pero comprender la verdad histórica no debe convertirse en una competición de buenos sentimientos y nobles propósitos. Nos va en ello la transmisión a las generaciones futuras de lo realmente acontecido, en toda su complejidad, con la aspiración, siempre idealista y siempre indispensable, de que la comprensión cabal del horror permita su evitación en el futuro.
Muchas gracias.
[1] Conferencia pronunciada el 29/11/2006. Entesa Judeocristiana de Catalunya, Casa Golferichs, Barcelona.
[2] Este era el epíteto consagrado con el que los antiguos griegos se referían a las temibles Erínias, diosas de la venganza. En griego, “Euménides”, “las Benévolas”.
[3] Robert Merle, La Mort est mon métier. Gallimard, 1952. [Hay versión cinematográfica: Aus einem deutschen Leben, de Theodor Kotulla (1977)].
[4] Binjamin Wilkomirski, Bruchstücke. Aus einer Kindheit 1939-1948. Jüdischen Verlag-Suhrkamp, 1995.
[5] “Los resultados de una serie de encuestas sobre antisemitismo realizadas en 2002 en diez países europeos por la empresa Taylor Nelson Sofres para la Anti-Defamation League revelan que el país donde se recogieron las respuestas “más antisemitas” a casi todas las preguntas del cuestionario (sobre el poder de los judíos, su lealtad al país, etc.) es España (…).” P.-A. Taguieff, Prêcheurs de haine. Traversée de la judéophobie planétaire. Mille et Une Nuits, 2004, p. 41 (n. 55).
[6] Annette Wieviorka e Itzhok Niborski, Les Livres du souvenir: mémoriaux juifs en Pologne. Gallimard, 1983; Henry Rousso, Le Syndrome de Vichy de 1944 à nos jours. Seuil, 1987; Annette Wieviorka, Déportation et génocide. Entre la mémoire et l’oubli. Plon, 1992.
[7] Annette Wieviorka, Le Procès de Nuremberg. Rennes, Ouest-France-Mémorial, 1995.
[8] Annette Wieviorka, L’Ère du témoin. Plon, 1998. [De próxima edición en castellano: La era del testigo. Trad. Ana Nuño. Barcelona, Reverso Ediciones, 2007.]
[9] Gideon Hausner, Justice à Jérusalem. Eichmann devant ses juges. Flammarion, 1966, p. 382; citado en A. Wieviorka, L’Ère du témoin, p. 93.
[10] Citado en A. Wieviorka, op. cit., p. 83.
[11] A. Wieviorka, L’Ère du témoin, p. 185.
[1] A. Wieviorka, L’Ère du témoin, p. 185.
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