Las treinta personas que ocupaban el avión del vuelo charter que estaba a punto de despegar del aeropuerto de Zurich, no podían disimular aquel remolino intestinal que les embargaba. Atrás quedaban los preparativos, las charlas, los consejos previos para que la empresa que estaban a punto de acometer les resultara totalmente satisfactoria.
Todo estaba previsto para que quince de ellos actuasen por la noche. Se trataba de las personalidades menos decididas y con más escrúpulos. Casi todos rondaban los sesenta y ni siquiera habían pisado otra tierra que no fuera la de Guillermo Tell. La otra mitad, individuos de entre cuarenta y cincuenta años a los que se sumaban un par que acababa de alcanzar la mayoría de edad, más decididos y sin tantos remilgos como sus compatriotas, actuarían a plena luz del sol.
La aventura española incluía viaje en avión con alojamiento en hotel de tres estrellas además de grabación en vídeo de la acción. Porque una cosa era poder comentárselo a los amigos y otra distinta probar que lo que se contaba era cierto. Dos representantes de la agencia que organizaba el viaje se encargarían de plasmar en imágenes las intervenciones de los treinta suizos.
La llegada al aeropuerto del Prat se produjo a las 14.30 horas. Un vuelo plácido sin apenas turbulencias. El traslado al hotel fue rápido. El horario se estaba cumpliendo a rajatabla. En tierra española, pero con precisión suiza. No en vano, las cinco de la tarde era la hora fijada para la actuación del grupo de los diurnos. El resto procedería a las nueve de la noche.
Cuando la puerta del hotel se abrió a las cinco de la tarde, quince ciudadanos suizos se dispusieron a realizar una actividad que en su país, aunque físicamente no habrían tenido dificultad en realizar, moralmente les habría resultado imposible. Encorsetados por una educación inflexible, aquello les permitiría experimentar un desahogo inaudito, como habían asegurado cientos de compatriotas pioneros en semejante disciplina.
Quince calles para quince helvéticos: Paseo de Gracia, calle Pelayo, La Rambla, el Paseo de Colón… Cada uno escogió un lugar determinado. Además de la acción en sí se pretendía demostrar el enorme espacio de impunidad en el que podían moverse.
Günter Schlecker, un fornido farmacéutico de Ginebra, no acabó de creerse la magnitud de su proceder hasta que, dos horas más tarde, el representante de la agencia le mostró las imágenes que corroboraban su comportamiento. ¡Lo había hecho!
Cuando los quince primeros pusieron en antecedentes de sus acciones al resto de compatriotas, incidieron sobre todo en la sencillez y naturalidad con la que se podía realizar la maniobra. Ni uno solo había tenido que enfrentarse con una mirada de reproche por parte de los nativos. Animados por aquella información, que no hacía sino ratificar lo que la agencia les había explicado en el cursillo previo, el grupo nocturno se sintió más relajado y dispuesto a encarar la aventura con algo menos de presión.
A las diez de la noche, los quince suizos salieron del hotel para emprender la actividad con la que habían estado soñando durante tanto tiempo. Amparados por la noche y la complicidad de unas farolas de baja potencia iluminadora, el grupo llevó a cabo su misión sin ningún problema. El resultado fue bastante parecido al de sus predecesores. A Heike Bierbaum, una pastelera de Basilea, le fue imposible reprimir un gritito durante la acción. Lo explicaría más tarde comparando la sensación con el instante el que se te escapa de las manos un vaso que posteriormente sabes que va a estrellarse contra el suelo.
Las treinta personas del vuelo charter que estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto de Zurich tenían clara una cosa: iban a recomendar aquella experiencia a sus familiares y amigos. Menudo subidón. Pedazo de chute liberador. Todos regresaron a su país descargados de aquella presión que ahora les permitía ver las cosas desde otra perspectiva. Porque por primera vez en sus vidas todos habían lanzado un papel al suelo.
(Escrito por Goslum)
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