y las oraciones no tienen poder sobre la plaga
(Piers Plowman, Langland, ca. 1360–1387)
Si usted tuviera la oportunidad de ser otro yanqui en la corte del rey Arturo...
-¿Y por qué yanqui, y para qué quiero yo ser transportado allí, y cómo se podría hacer eso, y por cuánto tiempo, y en qué condiciones...?
-Bueno, digamos que es usted un panocho en la corte de algún rey medieval...
-¿La corte? ¿Por qué la corte? ¿No sería más cómodo un poderoso monasterio o una casa de ricoshombres? ¿Tendría que aguantarme con lo que hubiera o podría llevar equipaje? ¿Me suscribirían un seguro de churrasco por brujo o un plan vacunal completo de plagas y guarraditas varias?
-Oiga, cállese un poco, encima que le mandamos de crononauta a experimentar sensaciones fuertes... si es que algunos nunca están contentos...
… bien, corrijamos, es usted teletransportado a un punto determinado en el tiempo Y SÍ: SERÁ VACUNADO Y ASEGURADO Y PUEDE LLEVARSE SU JODIDO IPOD A DONDE LE SALGA DE LAS NARICES PERO DEJE DE DARME PATADAS EN LA ESPINILLA entre la jubilación forzosa de Rómulo Augusto y los saqueos de Bizancio y Granada.
-Pero así de largo para elegir... que no es lo mismo la Alta que la Baja Edad Media... eso sí, violencia “aleatoria, salvaje y catastrófica” había en abundancia y exceso; entre guerras, represiones, ataques contra las minorías, conflictos inter pares y asaltos varios y tal y tal... mire, lea lea: “la gente en la Edad Media vivía en un estado de perpetua inseguridad y constantes actos de violencia de todos tipo”, y lo dice Marc Bloch...
-Desde luego no es que reinara la Pax Augusta...Bien claro lo tenía aquel monje de Rávena, que a la destrucción del Imperio Carolingio murmuró que “cada hombre a partir de ahora solo confiará en su espada”. La violencia era parte de la economía: la aplicaban los caballeros para extorsionar a los pobres y a los débiles, la usaba el forajido para vivir a expensas de sus víctimas, la empleaba cualquiera que creyera poder salirse con la suya para conseguir lo que le apeteciera en ese momento -fuera un plato de comida, un virgo infantil o una zamarra de piel- y la empleaban los vengadores de los crímenes y los dirigentes locales, que no dudaban en importar ajusticiados para sus fiestas señaladas a modo de público espectáculo. Las masas de gente estaban tan insensibilizadas ante la exhibición diaria que presenciaban o sufrían que mostraban un desprecio casi animal ante el dolor y el sufrimiento propio o ajeno, presumían de su encallecimiento y aun de sus autorías en los asesinatos de inocentes. Cuanta más embrutecida la masa, más brutales los castigos, y si a un ajusticiado se le sacaban los pulmones rompiéndole las costillas y se le colocaban en la espalda a modo de alas (el “castigo del águila”) en castigo a un crimen atroz (como un parricidio) tal vez se consiguiera estremecer a los espectadores, pero los habituales cortes de miembros varios, despellejamientos, destripamientos y castraciones por delitos menudos no pasaban de provocar la burla y el desprecio, y de proporcionar a los chavales material para jugar a la pelota o embromar a las chicas tirando a sus haldas los despojos de la carnicería, sobre todo si había sido capado.
-No sólo me preocupa que en mi viaje temporal acabe en medio de una bronca, sino aparecer en medio de una de las oleadas de la peste que cruzaban Europa una y otra vez a partir de 1347. Porque por mucho que me asegure que estaré vacunado, no puedo obviar que ciertos epidemiólogos aseguran que las cepas originales de Yersinia Pestis mutaron y se hicieron menos virulentas con en tiempo, o sea que puede que mi inmunidad con las variantes actuales no sirviera de mucho con unos bacilos recién desembarcados en Mesina
-Pues fíjese, iba precisamente a proponerle que viajara usted a esa franja temporal para apreciar cómo se hundía todo un concepto del mundo. Porque si algo distingue a la Alta y la Baja Edad Media es la crisis demográfica y productiva que se empieza a gestar en el s XII y es resuelta radicalmente por la Muerte Negra.
Tras la caída del Imperio Romano, la desbandada desde las ciudades desabastecidas hacia el campo y la recuperación de la población, junto con una climatología de bonanza (Periodo Templado Medieval) y la dieta basada en el cereal panificable, conlleva que para finales del XI casi toda Europa esté roturada y cultivada, quedando libres solo algunas zonas boscosas en las montañas alpinas y el corazón de Germania. Se cultiva cualquier parcela por lejana y mezquina que resulte, y se cultiva trigo, mucho trigo y cebada, aunque no rindan nada y apenas se cosechen dos granos por cada uno sembrado. Esta época es llamada también la Edad Dorada de la Agricultura. Pero hacia el s XII el modelo agrícola no da más de sí, la población excede a la producción (a pesar de las tasas de mortalidad), se acaba el periodo templado y empieza una pequeña era glaciar de apresurado debut: las ocasionales hambrunas se vuelven cotidianas y generales, el sistema cerealista monopolista entra en crisis, y justo cuando empiezan a sentirse los signos generales del desastre (por ejemplo la insurrección del litoral flamenco de 1323 a 1328) llega el jinete amarillo sobre la pulga de la rata que huye del hambre y el frío. Cuando veinte años más tarde los supervivientes miren a su alrededor entre las ruinas y escriban el Libro del Día del Fin del Mundo, muchas cosas habrán cambiado: ya no se conformarán con lo que venga, ya no serán mansos rebaños. Los vivos querrán disfrutar de la vida, tener lujos, finos tafetanes y hermosas sedas, y comer y beber hasta hartarse, y basta ya de tanta gacha que hay dinero en la bolsa. Los sueldos agrícolas subirán por la falta de mano de obra y muchos dejarán el ingrato campo para trabajar en los talleres recién abiertos y se harán artesanos para vender a los ansiosos compradores; las ciudades deberán buscar nuevas fuentes de financiación (producciones) y competir en mercados muy agresivos y globalizados; los terrenos más pobres se destinarán a pastos o serán abandonados, se cultivarán otros vegetales más adecuados a cada trozo de tierra y se inventarán nuevas técnicas. La dieta será más variada y los productos animales más accesibles (el porcentaje de proteínas en la dieta se duplicará tras la peste). Cuando los religiosos prediquen la castidad, la moderación y la abstinencia, el pueblo llano se reirá en sus narices y les recordará que Dios no les protegió de los bubones, y que ellos y los obispos y los nobles y los reyes morían de forma espantosa igual que los seglares pecadores. Se rezará menos y se buscarán más soluciones prácticas, y aunque en nuestros días nos parezcan risibles las mascaras de pájaro de los médicos de la peste y los horóscopos de las miasmas, en aquella época ese era el estado más avanzado de un paradigma científico que pataleaba en la Sorbona y en Salerno, y a cuyas cátedras escuchaban con atención los regidores de las ciudades, responsables de la salud pública. El ascendiente que podía tener la Iglesia para invocar una Pax Ecclesie o una Treuga Dei se esfuma y todo vale, puesto que lo mismo da ser bueno o malo, Dios está ausente y el Infierno abre las puertas para todos. La violencia comunitaria que fermentaba en las hambrunas previas se extiende por todas partes, y la ignorancia sobre la verdadera causa de las epidemias hace que se busquen culpables por todas partes. El extranjero, el raro, el distinto, son acusados de provocar la ira divina con su sola presencia contaminante o directamente como envenenadores de pozos y comida. Los tolerados son ahora exterminados, sean judíos, moriscos, supuestas brujas o probados paganos. Las ambigüedades en la identidad son demoníacas, la originalidad maligna, la divergencia execrable y cualquier escape del arquetipo una disonancia que atraía la Ira de Dios sobre toda la comunidad. No es extraño que uno de los libros más dañinos de la historia (junto con los aborrecible protocolos), el Malleus Maleficarum, sea escrito en 1486 en una Alemania que convulsiona en fiebre y estallará en revuelta de Münzer de 1524. La élite dirigente, una vez más, había venteado el peligro de terremoto, y sus intelectuales orgánicos intentan poner el mundo en vereda y que todo siga igual (o sea, ellos en el machito y los demas a agachar la cerviz). Y fueron tan eficaces en el empeño que hasta el s XIX no se volvieron a mencionar los derechos de los campesinos, atornillados a la voluntad de los príncipes por la consigna dada por Lutero de “pasiva sumisión a la autoridad” que justificaba cualquier represión
Scriptorium
Un espejo lejano. El calamitoso siglo XIV. Bárbara W. Tuchman. Círculo de Lectores, 2001 (ed. original 1978)
Chivalry and Violence in Medieval Europe. Richard W. Kaeuper. Oxford University Press, 2001
Feudal Society, Volume 2: Social Classes and Political Organization. Marc Bloch, L. A. Manyon. University Of Chicago Press, 1964
Las crisis de la Edad Media
Piers Plowman
Revueltas Campesinas
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