Ya hemos llegado a lo que vaticinó Chesterton. “Mucho capitalismo significa muy pocos capitalistas”. Hace poco, Michel Rocard, Dios me libre de coincidencias ideológicas con el ex ministro socialista de finanzas, lo exponía en un muy lúcido artículo recogido por la prensa española. “Los que se han hecho ricos en Francia, estos últimos 25 años, han sido siempre los mismos”. Y eso mismo puede decirse del resto del mundo. Ahora, como hemos aprendido tras las últimas noticias, hay quien se hace no ya rico sino multimillonario especulando en la bolsa, ya sea a la alta o a la baja, con acciones por las que no ha desembolsado siquiera un duro. Y, a menudo, dañando irreversiblemente el interés legítimo de miles y miles de inversores.
Es una pena, y un error capital e histórico, que los católicos occidentales y los que yo llamo socialistas libertarios, utópicos o simply no marxistas, hayan abrazado sin reservas un sistema de relaciones económicas, el capitalismo “presentable” modelo siglo XXI, que contiene dentro un feroz enemigo, el pulso egoísta. El primer capitalismo, desarrollado a finales del XVIII, comienzos del XIX, gozaba todavía de un cierto paternalismo económico que mitigaba o amortiguaba sus perniciosos efectos, pero el veneno ya procedía a causar su imparable efecto. Quien haya estudiado por ejemplo las testamentarías de aquella época, habrá visto las numerosas y muy importantes mandas piadosas y caritativas que los ricos de entonces legaban a los pobres. Ya apenas nadie con posibles, salvo quizás en los Estados Unidos, se acuerda de los necesitados a la hora de dejar este mundo. De pronto, triunfan las ideas de los ilustrados ingleses y franceses y la economía lo ocupa casi todo. El éxito y el mérito social se fijaban sobre la base de la capacidad económica de cada uno al modo calvinista. La usura pasó de estar considerada como un pecado a ser un instrumento económico de eficacia y redistribución indispensable. Y el pueblo católico, en la inopia, entró por el aro ideológico de los mismos que decapitaron a un rey cristianísimo y “nacionalizaron” la Iglesia, tan alejados del espíritu evangélico como lo puedan estar el marxismo o el mahometanismo.
Ante la problemática que nos suscita un modelo económico basado en el egoísmo irracional y capaz de conducirnos al desastre ecológico (y dejo constancia de que me creo la mitad de la mitad, luego algo me creo), los católicos contamos con una amplia tradición de obras de carácter económico, obras presentes en la cultura cristiana desde siempre y muy especialmente a partir de la publicación de la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII. Obras en las que se conjugan la libertad individual consagrada en el cristianismo con la defensa de un orden justo, defendida con no menor ahínco también por él. Hilaire Belloc fue el primero en darle nombre a la versión tardodecimonónica de la teoría económica católica, el distributismo. Mister Belloc, francés nacido, criado y muerto en Inglaterra, fue primero socialista, y después liberal, pero siendo diputado de dicho partido abandonó su escaño y procedió a fundar el Partido Distributista Inglés con la ayuda de los hermanos Chesterton, otros dos desertores del social-liberalismo sajónido. Doctrina esta, la distributista, enfrentada tanto al capitalismo imperialista inglés como al socialismo “científico”.
El distributismo, según uno de sus grandes defensores, el economista alemán E. F. Schumacher, es un sistema de relaciones económicas basado sobre todo en la necesaria equiparación de la tecnología con la naturaleza humana. Es decir, nada de sociedades o comunidades con gran disparidad de posibilidades económicas entre sus miembros, sino sociedades de numerosísimos medianos propietarios, organizados en cooperativas eficaces, respetuosas y compartidas por todos los copartícipes. Una suerte de comunitarismo de inspiración humanística cristiana que recogió en España el tradicionalismo reunido en torno al pretendiente carlista don Jaime de Borbón (i.e., el sociedalismo en Vázquez de Mella). El distributismo no rechaza la existencia del estado, ni tampoco la diferencia económica entre las personas más valiosas laboralmente y las menos. Defiende que ciertos servicios como podrí¬an ser la seguridad social, la policía o el ejército, se releguen al Estado y que éste asegure su correcto funcionamiento. Hay servicios que por sus caracterí¬sticas no se pueden llevar a cabo eficazmente por la pequeña propiedad, por lo que deben encomendarse a la organización superior, esto es, al Estado, pero respetando siempre el principio de subsidiariedad (lo que pueda hacerse por el pequeño, que se haga por éste). El distributismo se basa en la idea de “más sociedad, menos estado”.
En definitiva, un intento de prescindir de esa mística “mano oculta” que ordena eficazmente el mercado según el escocés Smith, y de evitar también esa inmensa cárcel pública llamada Dictadura del Proletariado. Una visión, una fórmula política, que muchos consideran descabellada, otros desfasada, algunos digna de pretéritos tiempos y los menos algo próxima al comunismo (nada más lejos de la verdad. Desde Atapuerca el ser humano se rige por la economía de mercado, pero de corte distributista); un sistema incompleto, sí, pero capaz de proponer soluciones, de saltar los diques impuestos por el pensamiento dominante contemporáneo. De lo que sí podemos estar seguros es de la caducidad de nuestro modo de vida. La tierra aguanta un Occidente que representa una sexta/séptima parte de sus habitantes, pero no puede con más.
O vencemos al capitalismo/egoísmo, o éstos acabarán venciéndonos.
(*) Edgardo de Gloucester es licenciado en Derecho, diplomado en Ciencias Empresariales, Máster en Derecho Tributario, colaborador de la Confederación Española de Juristas Católicos e historiador y ensayista vocacional.
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