Éste es el artículo que Jon Juaristi iba a publicar el domingo. Como al final, y debido a motivos de diferente índole, no se publicará, lo copio aquí.
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PRESENTACIONES Jon Juaristi
Iba a presentar un libro, el 16 de octubre, en mi ciudad natal. Bueno, la verdad es que me lo iba a presentar un paisano mío, Germán Yanke, porque el libro lo he escrito yo, y se honra con fotografías de otro convillano de ambos, Eduardo Momeñe. En mi ciudad natal, los paisanos nos tratamos, entre nosotros, de convillanos, porque mi ciudad natal es villa. El libro, además, trata de mi ciudad natal, cierto que vista con su aquél de ironía, pero también con cariño, porque, como dice Eduardo, “quien tuvo, retuvo”. Iba a presentarlo, digo, pues ya no lo voy a presentar. Me ha llamado mi editor, anunciándome que el acto se suspende porque el único diario local que, en teoría, podría haberle dado cierta cobertura ha rehusado dársela en la práctica. Muy educadamente, eso sí. Escribí antaño en ese diario. Incluso me dieron un premio de periodismo que lleva su nombre. Ahora, al parecer, hay consigna de que ni se mencione mi nombre en sus páginas.
No es la primera vez que me pasa algo parecido en mi ciudad natal. Hace diez años, una librería de mi ciudad natal se negó a que se presentara en ella otro libro mío, lo que habría sido muy normal –la mayoría de las librerías de mi ciudad natal se niegan a vender mis libros-, si no fuera porque dicha librería pertenecía a la editorial que me había publicado el libro. ¡Ah, mi ciudad natal! ¡Ninguna otra me ha hecho un honor semejante! ¡Ni mis queridos Blas de Otero y Gabriel Aresti, mis convillanos y maestros, consiguieron arrancarle el privilegio de la damnatio memoriae ni la distinción de poetas malditos, que tanto persiguieron en vida! Sus nombres pueblan hoy el callejero de mi ciudad natal, bautizan con ellos premios edilicios y rotulan institutos de enseñanza media. Espero que sus sombras indignadas no la tomen conmigo, envidiando la unanimidad de mi ciudad natal en la tácita decisión de borrarme.
Porque no recuerdo haberle dado tantos motivos de disgusto como Gabriel y Blas, iracundos profetas que la denostaron sin piedad, que la pintaron como una sentina de injusticia, de lujuria venal, de hipocresía. A lo sumo, me reí un poco de ella, pero con risa amable e incluso entreverada de ternura, como la del magnífico Manuel Aranaz-Castellanos, el escritor que mejor supo retratarla desde dentro, el gran poeta maldito (en prosa) de mi ciudad natal, que no fue, como yo, un oscuro profesor bajito y resentido, sino un dandi, Agente de Cambio y Bolsa y director del diario más liberal y moderno que tuvo nunca mi ciudad natal: un sportman que introdujo en la villa insalubre, devastada por el cólera y la tisis, la bicicleta y el atletismo obrero. De él dijo Ramiro de Maeztu, en su necrología, que, con su talle cimbreante y su choteo caribeño, destacaba en la murria de mi ciudad natal como una piña tropical en medio de un plato de alubias. ¿Qué recuerda hoy a mi convillano Manolo Aranaz-Castellanos en mi ciudad natal?
Nada. Mi ciudad natal no tolera reírse de sí misma. Odia y teme al que le revela sus aspectos ridículos, que casi siempre enternecen, de puro esperpénticos. A mí, por ejemplo, me divierten y me conmueven hasta las lágrimas estos vetos comerciales y mediáticos que me ponen en mi ciudad natal, y que me recuerdan lo que dijo el secretario de Isabel la Católica, el converso Hernando del Pulgar, cuando se enteró de que los vascos habían puesto en vigor unos estatutos de limpieza de sangre que impedían avecindarse en su tierra a los descendientes de judíos: “¡Como si nos estuviéramos muriendo por no poder morar en aquella fertilidad de Ajarafe y abundancia de campiña!” Pues eso: como si mi vida, mi salud y el pan de mis hijos dependieran de vender cuatro libros a los turistas despistados en mi ciudad natal. Como si aquello fuera Nueva York o Peñíscola, donde hay más cosas que ver…¡Pero si ni siquiera tiene mar, contra lo que afirma la propaganda!
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