Me resulta fascinante comprobar el éxito que tienen esas correas extensibles para perros. La gente las compra a porrillo (“a perrillo” si son para chiguaguas y similares) y las usa alegremente, creo que sin la debida reflexión. Siempre creí que la función de una correa era la de poder sujetar/controlar a tu perro; ya saben, tenerlo siempre lo más cerca de uno para así evitar posibles encontronazos con humanos, y por descontado, para mantenerlos fuera del alcance de otros perros capaces de devorarlos.
A mi parecer, la sociedad se divide en varios grupos. Pasaré a describir a los tres más importantes. Aquellos a quienes les gustan los perros y los tienen. Aquellos que gustan de los canes pero que por escasez de tiempo, problemas de espacio, etc., deciden, muy a su pesar, prescindir de tan fiel compañía. Y por último, aquellos que contemplan a los perros como meros elementos del paisaje urbano y procuran esquivarlos cuando se les acercan.
Yo defino la correa extensible como “el mejor, más barato, más sencillo y más perfecto sistema ideado por el hombre para mantener fuera de control a su perro”. Piensen en las correas tradicionales. Petición al cerebro y visto bueno inmediato para rápido golpe de muñeca. De esta manera, al perro que intenta molestar a un humano, asustar a un lindo gatito o trajinarse a una “marilyn”, se le frena en seco su impulso animal. Ahora piensen en las correas extensibles. Instancia al cerebro y permiso de actuación al dedo. A continuación, localización de la pestaña que accionará el dispositivo que enrrollará la correa. Y por último, apretar y esperar que la extensión de la correa te permita al fin controlar al can. Centrémonos en este último caso, y en el supuesto de que nuestro perro sólo estuviera mostrando su cariño a un paseante, poniéndole las patas encima y ensuciándole el traje. Dado que el tiempo de respuesta para frenar las caricias es sensiblemente superior al del dueño poseedor de una correa no extensible, es bastante probable que nuestro perro, antes de que podamos detenerlo, haya gozado de margen suficiente para mostrar su afecto a no menos de media docena de personas, orinado a las puertas de un Burger King y defecado en las ruedas de un Seat Altea.
Pero una correa extensible da para mucho más. Ya lo creo. No sólo para tener a nuestro perro descontrolado a cierta distancia, sino para mantenerlo descontrolado y además fuera de nuestro campo de visión. Y es que una buena correa extensible te concede la posibilidad de perder de vista a tu perro ¡en una esquina! Claro que eso también tiene sus ventajas: la alegría que se experimenta con el reencuentro al descubrir que está sano y salvo.
Luego están las celadas. Sí, sí, las trampas. Porque las correas extensibles son una especie de mina antipersona que se coloca en la misma puerta de la víctima a la espera de una salida confiada, sin titubeos, con la frente bien alta. Porque allí le esperan cinco metros de soga criminal con la que tropezar y romperse la crisma.
Pero no desearía que mis comentarios dejaran un regusto amargo en el ánimo de nadie. Por eso, para terminar mi reflexión contaré un sucedido optimista. Un conocido que comparte conmigo las críticas a los dueños que usan semejantes artilugios extensibles, tuvo en cierta ocasión un encuentro con un perro que se le enredó entre las piernas por culpa de una de esas correas. Apareció el dueño. Pero viendo lo difícil que resultaba mantener al perro quieto para que el amo lo desenredara, mi amigo decidió echarle una mano.
- Ya está, señor. Ve qué fácil…
- Pero acaba de cortar la correa -se quejó el dueño.
- No se preocupe por las tijeras. Las llevaba a afilar. Seguro que quedarán como nuevas.
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