Birmania no tenía un interés estratégico especial para los ingleses, demasiado ocupados en consolidar su dominio en la India y pacificar la vecina Bengala. Sólo el anuncio de acuerdos comerciales entre los príncipes aleatorios del estado Shan y la Francia que estaba colonizando entonces Indochina hizo necesaria la intervención británica. Sobre todo la tercera y definitiva guerra, que sirvió tanto para terminar de conquistar Birmania, acabando con la estéril monarquía medieval que paralizaba el país, como para allegarse el favor del estado Shan, territorio tapón con la Indochina francesa. Pero si “nunca el hombre ideó más perniciosos sinsentidos que en los tratados de comercio" (Benjamín Disraeli), tampoco nunca antes Birmania disfrutó de un largo periodo de estabilidad política y apertura al mundo que le permitiera la modernización social y económica de que disfrutó bajo dominio británico.
Un conflicto paralelo al bélico es el antagonismo entre el discurso de la metrópoli (que toma forma de Historia durante un tiempo) y la vida tan real como oculta del colonizado. La síntesis es explosiva y se manifiesta con crudeza en épocas posteriores a la independencia. No hay colonia ideal ni pueblo pacífico y los birmanos no estaban dispuestos a ser benéficos ni sumisos; sólo el miedo a una fuerza superior los atenazaba e Inglaterra tuvo que “quebrar su voluntad adversa” (condición final de Clausewitz para ganar la guerra). Orwell, durante sus años en la Policía Imperial con destino en Birmania, se dio cuenta de cómo los birmanos demostraban un desprecio continuo por los ingleses, aunque nunca manifestado de cerca para evitar represalias: “El sentimiento antieuropeo era muy intenso. Nadie se atrevía a provocar un motín; pero si una mujer europea andaba sola por un bazar era muy probable que alguien le escupiera jugo de betel en el vestido (…) Los rostros amarillos llenos de desprecio de los jóvenes con los que me encontraba por todos lados y los insultos que me gritaban cuando yo estaba ya a una distancia segura para ellos terminaron afectándome bastante. Los jóvenes sacerdotes budistas eran los peores de todos.” (Orwell, Dentro de la ballena)
Las guerras coloniales del XIX no fueron fábricas de ruinas, como las europeas del XX. No se hizo literatura sobre sus escombros, ni canto fúnebre del fin de ninguna cultura, ni acta de defunción de ningún humanismo, sino que fueron vistas en Europa y por las élites nativas como espectáculo alentador de civilización, la occidental. Como el invasor sí tenía literatura elevó la colonización a Historia y la paz que le sucedió a negocio. Guerra y paz a las que pudo aplicarse el dictamen de W. Blake: “El júbilo impregna; las penas engendran” (Proverbios del infierno). Eran guerras clásicas desempeñadas por militares y comerciantes. Fueron sustituidas por un estado de paz impuesta, frágil y amenazada, una paz como proyecto colectivo que a todos obliga, la paz como agente del orden público. También la actual, la paz sacralizada que tenemos aquí.
Guerras íntimas:
Si la paz es una exposición permanente del miedo en equilibrio inestable, la guerra es su explosión. Hay guerras que devastan el mundo con tal ferocidad que no dejan otro espacio vivo que la intimidad inconfesable del ser humano. Tras una supuesta guerra nuclear sólo queda un paisaje sin color ni contraste, lleno de cenizas, negrura y unos cuantos humanos perdidos, una tierra gris y enemiga por la que deambulan solos un padre y un hijo en busca de una supervivencia sin motivo ni futuro. Una búsqueda en la que la esperanza es mero instinto, un acto reflejo que evita el encuentro con otros hombres a los que el hambre ha convertido en caníbales o de los que el miedo ha hecho incógnitas. El único superviviente es el miedo y el recuerdo personal; ninguna memoria colectiva de un mundo perdido subsiste, ninguna civilización se recuerda porque sólo sobreviven hombres aislados. No hay humanismo que se pueda celebrar ni reconstruir. Cormac McCarthy narra en La carretera una guerra del fin del mundo en la que la desolación invade la tierra hasta formar un imperio invertido en el que nunca sale el sol:
El recuerdo del hombre que conoció nuestro mundo:
“Soñaba que ella estaba enferma y que él la cuidaba. El sueño transmitía una apariencia de sacrificio pero él pensaba de otra manera. No la cuidó y ella murió a solas en al oscuridad y no hay ningún otro sueño ni otro mundo de vigilia y no hay ninguna otra historia que contar”.
Y un presente plano y eterno, lleno de miedo:
“En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado el mundo. Duda: ¿En qué difiere el nunca será de lo que nunca fue?
Oscuridad de la luna invisible. Las noches ahora sólo un poco menos negras. De día el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara.
Personas sentadas en la acera al amanecer medio inmoladas y humeando en sus prendas de vestir. Como frustrados suicidas sectarios. (…) De día los muertos empalados en estacas a lo largo de la carretera. ¿Qué habían hecho? Él pensaba que en la historia del mundo tal vez había incluso más castigo que crimen pero ese era un magro consuelo”.
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