Sinfonía Resurrección
EUGENIO TRIAS
Creo que la biología y la teoría de la evolución no son resolutivas en torno a los grandes asuntos que plantean las tres ideas kantianas (teológica, cosmológica y antropológica). El dogmatismo ateo es tan sospechoso de fundamentalismo e integrismo como la facundia y la ingenuidad de quienes se refugian en argumentos del siglo XIII para probar la existencia de Dios. Éstos fueron perfectamente válidos en sus contextos históricos, pero hoy necesitan ser renovados y replanteados.
Como he dicho con frecuencia, es necesario secularizar la razón. Ésta no es dominio exclusivo de aquella ciencia que en un determinado contexto se halla en el centro de los debates. En otro tiempo lo fueron la cosmología, la microfísica y la astrofísica. Hoy lo es la biología.
Hablo desde hace años de una reformulación de la razón como razón fronteriza, siempre en coloquio con la sensibilidad, las emociones y las pasiones. Y de una manera muy particular con todo el archipiélago de las artes (la arquitectura, las artes plásticas, la literatura, el cine, la música). En diálogo también con los asuntos relativos a lo bello, a lo sublime, a lo siniestro.
Creo, sobre todo, que esa exploración debe hacerse por caminos que permiten pensar, comprender, conocer, pero a través de recursos sensoriales y emotivos. Concedo un especial privilegio a ese «arte sagrado» que es la música (según la excelente caracterización que de ella hace Flammant, el compositor, en la ópera Capriccio de Richard Strauss).
No es mi intención rebatir los tediosos argumentos que se empeñan en documentar, en testimonios basados en una biología manipulada, la superchería y el supuesto embuste -dañino, ponzoñoso- de Dios y de la religión. No me referiré a esa God delusion que pretende demostrar Richard Dawkins. Aquí se ha traducido su polémico libro con el nombre de El espejismo de Dios.
Intentaré un recurso que es, a mi modo de ver, mucho más interesante y convincente. Desde hace algunos años, tiendo a sustentar mis convicciones religiosas y teológicas en la fraternidad que me suscitan los mejores músicos occidentales. Pienso en los más grandes: Josquin des Prés, Jacob Obrecht, Orlando di Lasso, Monteverde, Schütz, J. S. Bach, Handel. También Haydn, Mendelssohn, Liszt, Bruckner, Mahler, Schönberg, Ligeti, Stockhausen o Messiaen.
Me limitaré, en este artículo, a sugerir unos breves apuntes sobre uno de ellos: el que más me suele aproximar a estas cuestiones limítrofes de carácter ontoteológico. El mejor aval de mis propias ideas y creencias lo he encontrado, con sorprendente frecuencia, en un músico con quien siempre consigo sintonizar del mejor modo la emoción musical y la intelección filosófica y teológica: Gustav Mahler. Destacaré, por tanto, un aspecto importantísimo (no el único) de su universo musical. Su mujer, Alma Mahler, decía con piadosa ironía que Gustav se hallaba siempre en comunicación telefónica con Dios.
Siempre es posible sentir y experimentar en la propia vida, a la manera de este magnífico músico judío, una fe personal, nada ortodoxa, sin el amparo de la Sinagoga, del Vaticano o de la Iglesia Evangélica. Gustav Mahler cultivó -de principio a fin- esa virtud teologal y le dio un destacadísimo lugar en toda su trayectoria musical. Vivió su fe de manera libre, sin lazos ni ligaduras que le obstruyesen su imaginación musical, su vivencia religiosa y su inteligencia teológica.
Negar la verdad -personal y musical- de esa Voz de la Fe en Gustav Mahler, o quitarle valor y sentido, constituye una grave amputación en la hermenéutica de este gran compositor. Esa convicción posee en Mahler armonías judeocristianas, gnósticas y nietzscheanas. Halló un fascinante modo de conjugar la fe en la Resurrección y la idea de Eterno Retorno. Aquélla debía postularse como el horizonte de ésta (un poco al modo de Orígenes). Este gran teólogo de la primera patrística concibió una indefinida sucesión de mundos -en forma de vía purgativa- antes de alcanzarse el horizonte escatológico final de la Gran Resurrección. Se trata de una interesante síntesis de platonismo pitagorizante (con su creencia en la transmigración de las almas) y de profetismo apocalíptico judeo-cristiano (mediante el postulado de la resurrección de la carne, con todo su cortejo y aparato escénico de trompetas apocalípticas y pájaros que anuncian los últimos tiempos).
El propio Satanás, en esta magnánima y grandiosa concepción origenista, al igual que Mefistófeles en el epílogo del Fausto de Goethe, al que Mahler puso música en su Octava Sinfonía, queda al final traspasado -y a su manera y modo corrompido- por el infinito desbordamiento del Dios Amor. No estaría de más que el actual Pontífice visitase a ese gran pensador de la primera patrística. También a este músico tan extraordinario. Quizás matizaría sus recientes opiniones sobre el infierno.
El Mal queda vencido y aniquilado. La nada resulta ser definitivamente negada. El espíritu de negación abniega de sí: no en virtud de la Razón Dialéctica hegeliana, sino del Dios Amor que el propio Hegel asumió, en escritos juveniles, como núcleo de su sistema.
En Mahler esa fe en busca del intelecto halla su prueba de fuego en una proposición en forma de imperativo categórico religioso: el que tiene en un poema de Klopstock al que en la Sinfonía Resurrección pone música su expresión inequívoca. Una voz procedente del Otro Mundo pronuncia en tiempo futuro la inapelable fórmula: ¡Resucitarás! Se trata de una sentencia consoladora para el alma fiel, pero letal para una conciencia nihilista que rechaza de plano esa posibilidad. La falta de fe es, también, carencia de Gran Anhelo. Ella misma se condena a su elemento final: la nada, la nada eterna, expectativa de Yago según su credo (en la célebre aria del Otello de G. Verdi).
Según sea tu anhelo, así serás. El deseo es la esencia misma del hombre (Spinoza). En el deseo, y en los sueños como su expresión jeroglífica, está escrito el libro de la vida, que es la inscripción del destino.
Dice Calderón de la Barca que en el gran teatro de este mundo representamos nuestro papel sin tener la posibilidad de ensayarlo. Pero nuestra vida, más que una representación teatral, es la suma de ensayos que pueden, quizás, posibilitar esa mise en scène. Como se desprende del poema de Alphonse de Lamartine a quien dedicó Franz Liszt uno de sus más hermosos poemas sinfónicos, quizás esta vida sea (en palabras del propio Liszt) una sucesión de preludios diversos y dispersos de aquel canto desconocido del que la muerte es, siempre, la primera -y solemne- nota: algo así como la anacrusa del aria que podemos entonar al despedirnos de este mundo.
El postulado de la fe en un futuro que la sentencia poética de Klopstock pronuncia (¡Resucitarás!), y a la que Gustav Mahler pone música en su Segunda Sinfonía -una sinfonía escrita en plena juventud, antes de cumplir los 30 años- se revalida y recrea en plena madurez en la Octava, la célebre Sinfonía de los Mil. No es, pues, esa fe un desvarío de juventud, sino una arraigada convicción que se confirma y se enriquece en el estratégico marco de la andadura final y madura del músico.
Se invoca al Creatur Spiritus, himno medieval de incierta autoría y época (atribuido en tiempos pasados a Hrabano Mauro, en el marco del Renacimiento carolingio). Y en una segunda parte se descubre la trama que Goethe relata al final del Fausto: la que del modo más convincente explica, en forma razonable y simbólica, la transmutación alquímica de Fausto, rescatado por los ángeles y eximido del pacto mefistofélico. Se trata de la mutación y metamorfosis del neonato que ha incubado, en el escenario fetal que constituye esta vida, la vita nuova que se postula más allá de todo límite del mundo. Las almas que logran salvarse, al atravesar el Límite, se vuelven crisálidas de una existencia diferente. El alma de Fausto, desprendida de las impregnaciones y residuos de su existencia terrenal, renace de forma embrionaria, y pronto crece en edad, tamaño y conocimiento, como el coro de ángeles adolescentes constata.
Lo que Fausto no consiguió mediante la magia, o a través del pacto mefistofélico, lo logra en esta metamorfosis final: un auténtico rejuvenecimiento sin caducidad ni deterioro. Fausto está en pañales, mecido en esa cuna de la eternidad que es su sepulcro. Que el ataúd sea una cuna invertida no es sólo paradoja barroca calderoniana; expresa un atisbo de sabiduría gnóstica. Las exequias, el Dies irae, la antífona Lux aeterna, tienen de pronto resonancia de canción de cuna. Los misterios dolorosos, por la virtud de los misterios gloriosos, se truecan en misterios gozosos. Ya sabía Nietzsche, y lo expresó en La canción de la noche -a la que Mahler puso música en la Tercera Sinfonía- que el goce es más profundo que el dolor (pues quiere siempre eternidad). La tragedia, al final, contemplada desde las más altas cumbres, se gira en divina comedia.
La marcha fúnebre suena, pues, desde la orilla frontal del finis terrae, en forma de marcha nupcial. Fausto inicia el despegue en dirección a la otra vida. Espera el dictamen absolutorio, propiciado por el coro femenino que actúa como abogado y paráclito: Margarita Penitente, María Egipciaca, la Mujer Samaritana, María Magdalena, la propia Mater gloriosa. El coro de ángeles infantiles pronuncia la sentencia. Es rescatado y salvado porque, incansable, se ha esforzado.
La fe infantil expuesta en la Cuarta Sinfonía se muta y metamorfosea, en la segunda parte de la Octava Sinfonía, en certeza sobre el nuevo nacimiento (al que alude Jesucristo en su conversación con Nicodemus). Se describe en ese escenario fáustico lo que se presentía en la Cuarta, o en el movimiento Urlicht, Luz originaria, de la Segunda. En la Octava se reafirma lo que se formula con máxima claridad en ese jardín de infancia conmovedor, genialmente recreado, que es la Cuarta Sinfonía.
No hay prueba alguna que desmienta la fantasía infantil. La niña describe, con una ingenuidad pretendida que consigue desarmar al más duro corazón, un cielo a la medida de los deseos infantiles, con San Juan como gran cocinero, abundancia de comidas y de bebidas, Santa Ursula y sus 11.000 vírgenes -acompañadas de Santa Cecilia al órgano- cantando y bailando la música celestial (que es la más hermosa de todas las músicas).
Sólo un filósofo sin corazón -y sin el menor sentido del humor, como T. W. Adorno- puede pensar que todo eso es pura ilusión, mentira, falsedad. Oye unos violines sollozantes que desde la coda del primer movimiento le parece que mueven negativamente la cabeza, como si dijeran «todo esto son patrañas» (lo relativo a la vida celeste).
El oído de T. W. Adorno padece sordera recalcitrante en relación a esas voces y sonidos, del mismo modo como no sabe atender debidamente, con sensibilidad y sutileza, la voz materna y matricial que es, de hecho y de derecho, la proto-voz de la música misma: la que define su esencia desde el principio, su fenómeno originario, sito en la morada de las Madres: en la cueva uterina del origen. A un aria conmovedora de orquesta de violines -con arpa obligada- como el adagietto de la Quinta Sinfonía sólo sabe calificarla con la ominosa descripción de música culinaria.
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