Comparen ustedes el sentido común de el siguiente escrito con los enloquecidos argumentos de algunos.
A principios de los noventa, Alain Touraine, en su libro ¿Qué es la democracia?, escribió: "En la actualidad vivimos, al menos en Europa, en un clima de indiferencia hostil respecto a la vida política y de exaltación de la vida privada". Era el tiempo del apoliticismo en auge de Berlusconi, del ascenso de Haider en Austria, del reajuste de las democracias occidentales tras la caída del muro de Berlín.
Salvando las distancias, de indiferencia hostil podría calificarse el enfoque supuestamente neutral con que a veces se analiza el clima dominante en España en la actual legislatura. Un enfoque que traslada al ciudadano desconfianza hacia la política y hacia sus representantes y que justifica, de manera indirecta, una oposición, como la del PP, más cerca de la nostalgia autoritaria que de la derecha liberal europea. Ése es el mensaje que llega al ciudadano cuando se afirma que todos los políticos tienen igual responsabilidad en el irrespirable clima de debate en que vivimos o, tal y como escribiera Antonio Muñoz Molina no hace mucho, que "de los políticos no se conocen sino sus exabruptos verbales" y de los opinadores mediáticos, sus excesos. ¿Quiénes practican lo uno y lo otro? No se dice. ¿No hay un solo político respetuoso? ¿En ninguna cadena de radio hay un solo tertuliano serio, comedido? Con sólo intentar responder a esas preguntas, se evidencia lo nefasto que es para el conocimiento aplicar la brocha gorda en el análisis.
Para sustentar esa visión generalizadora y catastrofista, se suele acudir a argumentos en los que resuenan demasiado ecos de los de quienes, ya en el franquismo, descalificaban democracia y política, a saber: la perversión de los nacionalismos y sus ambiciones geográficas; el afán de las lenguas cooficiales por imponerse; la caricaturización de los viajes al exterior de algunos políticos regionales (por cierto, casi todas las comunidades tienen oficina de representación en Bruselas y existe, en la Unión, un Comité de las Regiones); la imposibilidad de utilizar la palabra España y la defensa de la Constitución sin ser insultado; el revanchismo en la interpretación de la Historia o en la recuperación de la memoria de los vencidos. A estos argumentos se añaden, hoy, dos: de un lado, la debilidad e ignorancia del Gobierno en relación con ETA, y, de otro, la descalificación de quienes consideramos que la crítica al Gobierno, desde el progresismo, ha de ser rigurosa, solvente y, sobre todo, no confundible con la de quienes apuestan por derribarlo. Tal es el catálogo con que, a veces, pontifican intelectuales cuyo discurso acaba en la descalificación del Gobierno y en la crítica justificativa de la oposición del PP.
Hay un hecho que, aunque sólo sea simbólico, desmiente ese argumentario: hoy, con un Estatut que rompía España, la bandera constitucional ondea en la sede de la Generalitat por vez primera en treinta años. Es un hecho que, además, contrasta con la referencia, en abstracto, a excesos territoriales autonómicos y a supuestos vacíos en los textos escolares. ¿En qué se ha modificado nuestra realidad porque, además de estudiar la geografía de España y de Europa, se estudie la geografía de la propia comunidad? En nada: es más, el voto independentista, en Euskadi, Cataluña o Galicia no llega al 20% tras décadas de estatutos, de radios y televisiones autonómicas, de educación transferida. Mostrar casi en peligro de muerte una lengua castellana vigorosa, rica y utilizada mayoritariamente en las citadas comunidades es, también, catastrofismo: se olvida que en ellas, la compra y lectura de libros en castellano gana por goleada a la de libros en euskera, catalán o gallego. Y lo mismo cabe afirmar respecto a la difusión de la prensa, o de las audiencias de las radios y televisiones en una y otras lenguas.
No han de dolernos prendas por criticar al Gobierno por falta de información, por exceso de confianza antes del atentado de la T-4, pero, ¿cómo acusarle de benevolencia con ETA cuando durante su gestión ha habido más detenciones y procesamientos que en el periodo anterior? Y, sobre todo, ¿cómo no valorar que su firmeza ha tenido como réplica la mentira, la falta de apoyo de quienes hacen de la política antiterrorista un arma electoral? No es un problema de avinagramiento de la oposición, sino de una meditada estrategia basada en el "todo vale" que ha tenido en la respuesta al caso De Juana su más irresponsable exponente.
Es evidente que en una situación como la descrita todas las posiciones son legítimas. Pero tanto como la que más es la de quienes tenemos el convencimiento de que hay una ofensiva en toda regla (y, a veces, fuera de regla) contra un Gobierno que ha hecho de la cercanía a los ciudadanos, de la serenidad frente al insulto, de la aceptación pública del error y de la apuesta por políticas de igualdad sus vectores esenciales. Defender al Gobierno no es rebelarse contra los que no están en el poder, sino afirmar la democracia. Optar por el rigor intelectual y la ética ciudadana. Entre otras razones, porque la oposición del "todo vale" no es abstracta, sino muy concreta: para entenderlo, no hay más que constatar los silencios de Rajoy cuando se le pregunta por la presencia de símbolos y lemas del franquismo o de conocidos ultraderechistas en sus manifestaciones. No es una anécdota: más allá de la prolongación de la gran mentira construida alrededor del 11-M, en estos años hemos asistido a una ofensiva contra el Gobierno en temas muy sensibles. No es fácil olvidar cómo el pronunciamiento político de un alto mando en la Pascua Militar de 2006 (algo inconcebible en Europa), fue "entendido" por el PP y utilizado contra el Gobierno; tampoco lo es la asociación del Estatut con la quiebra de España, ni la negativa a rehabilitar, como concejal de Salamanca, a Unamuno, a condenar el franquismo o a reconocer la memoria y la razón histórica y jurídica de los vencidos. Igual cabe decir del mantenimiento de un Consejo General del Poder Judicial que no responde a la mayoría ciudadana expresada en las urnas, de la falta de sentido de Estado en la lucha antiterrorista, de la negativa al reconocimiento de nuevos derechos o de la conversión de altos órganos judiciales, incluyendo el Tribunal Constitucional, en trincheras políticas de última instancia.
Estar del lado del Gobierno, incluso reconociendo errores, ante esa ofensiva, ¿es reprobable? Más bien parece lo contrario. Y uno no puede sino evocar rancios lemas cuando se califica el compromiso de cientos de intelectuales como propio de quienes disfrutan de "ventajas del poder para situarse a la cabeza de la manifestación". ¿Qué distancia existe entre tal afirmación y llamar pesebreros (así lo hizo algún responsable del PP) a intelectuales como Ángel González, Caballero Bonald, Félix Grande o José Saramago, entre otros, por acudir el pasado 13 de enero a la manifestación contra el terrorismo?
Manuel Rico es escritor.
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