'Creo que no es posible concebir hoy al hombre como un ser de naturaleza, no tanto porque se aleje progresivamente de ella (independencia tecnológica, por ejemplo) como porque se proyecta en su contra.'
Ya he comentado alguna vez lo artificial que me parece el concepto de 'artificial', por su difícil (y necesaria) oposición con 'lo natural'. ¿Qué es lo natural en los humanos? Si, en lugar de ese enfrentamiento terminológico -natural versus artificial- definiéramos 'lo artificial' sencillamente como 'lo propio de los humanos' me resultaría más sencillo comprender y delimitar su significado.
Nos parecen naturales un nido de golondrina, una tela de araña o un panal (cuyas celdas finalizan en prismas que presentan ángulos de 109º 28'. Exactamente.) Nos resultan naturales la estrategia de ataque de los lobos, la división del trabajo de las hormigas. Las estructuras cristalinas. Los jardines de los pulpos. No veo el motivo para no considerar, pues, igualmente naturales los apartamentos en Marina d'Or, las redes de pesca, los aparcamientos subterráneos, las OPAs, la esclavitud, el hecho de llamar 'redes de Bravais' a las estructuras cristalinas y el jardín botánico; salvo que, como apunté antes, nos limitemos a etiquetar como artificial cualquier cosa que hagamos los humanos, y como natural el resto de objetos, sucesos y fenómenos que existen o acontecen a nuestro alrededor.
Sea cual sea el concepto que asignemos al término, creo que resulta evidente la posible caracterización de la medida del tiempo como algo artificial. Salvando con generosidad el año -que retocamos mediante los oportunos bisiestos- y el día -que ya no transcurre de amanecer a amanecer-, el resto de nuestras unidades de medida son, como poco, incoherentes con la naturaleza (o con
Esclavos de nuestros impulsos cronométricos, a los humanos no nos han bastado esas divisiones aleatorias y consensuadas de lo que es mero fluir ('duración de las cosas sujetas a mudanza', dice del tiempo el diccionario). En varios momentos de nuestra historia, en diferentes sitios, decidimos someter nuestras vidas a ese nuevo tiempo parcelado, retirando del panteón al Sol para obedecer al reloj en su lugar. Y, con el nuevo dios, tuvimos que edificar nuevos templos, y habitarlos. Eso son, justamente, las ciudades.
Aunque parezca mentira, aquí es donde quería llegar. Desde el principio. Mientras vivimos inmersos en la naturaleza bartlebyana hubimos de acatar los mandatos solares. El día se iniciaba con la salida del Sol, se detenía para comer a la sombra en las horas de más calor y se recogía a descansar cuando el exterior, con la noche, resultaba ineficiente desde un punto de vista energético e incómodo para nuestra dotación anatómica. Así sigue sucediendo en el mundo pagano que aún pervive entre nosotros: el medio rural. En él no manda el hombre, sino el Sol; el gallo canta y nos pone en pie, las bestias deben recogerse por la noche, las vacas han de ser ordeñadas a la misma hora cada día. Hay fechas para la siembra y para la siega, para la matanza y para la fecundación. El mundo está ordenado de acuerdo con las reglas del Mundo, y cualquier interferencia, cualquier oposición, supone la ruina o la muerte.
Su contrario es la ciudad, cronómetro ajustado a lo que los humanos dictamos, dictador recíproco de la conducta humana. La ciudad es la explosión de la humanidad, de lo artificial según quiero entenderlo; en ella todo vive y se rige por el nuevo tiempo convencional, y poco importan el amanecer, el ocaso, la lluvia, el otoño y los ritmos animales irreductibles al diálogo. En la ciudad (y en sus hijas menores, fábricas y empresas) el reloj, sacerdote de la religión urbana, se mueve y ordena moverse a los demás obediente sólo al pulso vibratorio del cuarzo, ajeno al viaje de
La ciudad es un enorme mecanismo temporal que desafía y suple a la inhumana naturaleza que la rodea. La ciudad es la naturaleza del hombre, su más adecuado ecosistema. En ella nuestras capacidades no se ven estabuladas por los fenómenos meteorológicos o la iluminación despótica e intermitente. Gracias a nuestro sometimiento somos libres de hablar a las cinco de la mañana, libres para escribir sólo por las tardes, libres para diferenciar sábados y martes.
Una noche descubrí casualmente el signo secreto de la ciudad. Nada importan las alcantarillas ni los contenedores de basura, o los coches; eso son elementos omnipresentes de nuestra civilización, tan habituales -en proporción adecuada al número de habitantes- en pueblos como en urbes. No, es el semáforo. Ese artilugio vulgar es la mejor concreción de lo que la ciudad hace, lo que la ciudad es. Un metrónomo insobornable que dice quién pasa y quién espera, que nada sabe de la rotación de los astros ni del paso de las estaciones, ni siquiera de la prisa automotora o pedestre.
¿Se han fijado alguna vez en lo que les sucede a los semáforos en esos pueblos que aún aspiran a convertirse en urbe? A ciertas horas, convierten su autoridad inapelable en un condescendiente y anaranjado parpadeo. Ese es el límite objetivo entre una ciudad y cualquier otro conglomerado humano cubierto de asfalto: en la verdadera ciudad, los semáforos -entes artificiales como nuestra ropa y nuestro lenguaje, artificiales como nuestra naturaleza- no descansan nunca.
(Escrito por Mercutio)
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