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21 diciembre 2008
Veteranos


El editor mintió: no hubo insolación ni muerte en un manicomio. Yo lo conocí años antes y le conté mi historia, en un breve interludio de lucidez entre narcóticos y espirituosos. En realidad yo era medio inglés y medio irlandés, y de aquello con matices pues mi padre nació en Cornualles. Pero eso no viene al caso. Él ganó no sé que premio de renombre y yo sigo en un asilo repitiendo mis desvarios de un veterano de la Reina, pobre y borracho. Como tantos que forjaron el Virreinato más fastuoso de la Historia, el que dió el título de Emperatriz a la alemana que ceñía la Corona de San Jorge y San Andrés. Es verdad que le enseñé la cabeza de mi hermano Daniel, que fue rey, como yo. Creo que me robó lo único que saqué de aquellas montañas, que retiré con congoja de los restos de mi camarada y que nunca pensé vender. Creo que cimentó su fortuna con la desgracia de dos veteranos y que yo se la serví en bandeja. Ni yo estaba loco entonces ni lo estoy ahora. Sobrecogido, confuso y enfermo sí, pero no loco. Un año entero tarde en regresar desde que recuperé la cabeza del rey, más que nada para tener una prueba de que lo que habíamos vivido sucedió realmente. Fuimos reyes, los dos, pero nunca pensamos en postrarnos ante la Reina y ofrecerle nuestro país. He leído lo que escribió y miente. No pensamos en los rusos ni en su ataque a la India. Qué estupidez. Dos buenos soldados se dejan la piel en mil andanzas por medio mundo y acaban licenciados con una mezquina pensión que les permite malvivir de burdel en burdel y de cantina en cantina hasta que se miran uno a otro y deciden que todo es un engaño. Y se ponen en camino para tomar algo de lo que dieron y tienen un sueño y lo tocan con la punta de los dedos. Nada para esa alemana gorda y sus pares patilludos y remilgados. El reino era para nosotros, que servimos en Rorke's Drift y en Majuba Hill, y que perdimos mil camaradas en Afganistán y que renunciamos a nuestras familias por el maldito regimiento. Creían que peleabamos por la Reina y lo hacíamos por el casaca roja que blasfemaba a nuestro lado cuando las cosas pintaban mal y zulúes o mahometanos o adoradores de Kali o franceses u holandeses nos acorralaban y veíamos la sombra pálida de la muerte frente a nuestras sudorosas frentes hasta que la formación cerrada y la cadencia incesante de los disparos de nuestros Snider o mejor, de nuestros Martini-Henry, hacían retroceder a la turbamulta de salvajes que ansiaban nuestro pellejo y nuestra alma y nuestros morriones. Pero el periodista no contó eso. Era un angloindio ambicioso. Me dijo que lo había pasado mal de niño, medio abandonado por sus padres, o eso entendí después de tanto whisky, y que no estaba dispuesto a pasarlo así nunca jamás. Aunque no sé si eso fue en nuestro primer encuentro en el tren o después, cuando volvimos de Degumber y nos facilitó mapas y pasamos una noche entera en la redacción de su periódico o al final, tras admirar horrorizado la cabeza reseca del rey Daniel Dravot. Bien aprovechó la ocasión, pues leí mi propia historia bajo su firma, en el año 98 o 99. Estoy seguro de eso, porque había estallado la Gran Guerra Bóer por aquel entonces y alguien en El Cabo quiso que me alistara como explorador en el 60º del King's Royal Rifle del ejército de Sir Penn Simmons. No lo hice. Ya había dado bastante y aunque perdí la corona, tengan por cierto que Peachy Talafierro Carnehan no es idiota y del Kafiristán salvé más de lo que le dije a ese engolado escritor, así que debía mirar por mi propio garito. Mala suerte la ruina que me produjo el delirio de ese maldito ministro de la colonia. No debí dejar El Cabo. Bulawayo y Mashonaladia no me trajeron mejor fortuna. No encontré ni diamantes ni oro, sólo a una negra grande y candorosa que me consoló de mi desgracia y me animó a cultivar la tierra. La abandoné con tres mulatos de pelo liso y rojizo después de tres años de sequía que asolaron las tierras fértiles de Rhodesia, las que a nadie importaban. Volví a Inglaterra. Reclamé una pensión y me dieron cobijo en un asilo para indigentes del Ejército. La ginebra no es mala.

(Escrito por Phil Blakeway)

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[0] Editado por Tsevanrabtan a las 9:00:00 | Todos los comentarios // Año IV



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